La Europa que hemos construido tiene sin duda numerosos defectos desde el punto de vista democrático, muchas cosas que habrá que corregir, pero su mayor reto es seguramente en este momento el resurgir de los nacionalismos.

Nacionalismos por naturaleza insolidarios y excluyentes como los que profesan desde hace tiempo y a la vista de todos el húngaro Viktor Orbán, el polaco Jaroslaw Kazcynski o el italiano Matteo Salvini, entre otros .

Ya lo escribió el austriaco Stefan Zweig, autor de ese bello libro que representa ante todo un fiel diagnóstico de una época convulsa titulado "El mundo de ayer": "El nacionalismo es la peor de todas las pestes".

Sólo una Europa unida, y no la del sálvese quien pueda, podrá hacer frente con alguna posibilidad de éxito al poder creciente de las multinacionales, al desafío de otras grandes potencias económicas como China, al impacto del cambio climático.

Hoy se dan por sentadas en Europa cosas que costó tanto conquistar y a las que muchos no parecen ya dar importancia: la eliminación de las fronteras, la libre circulación de personas y, por supuesto, las décadas de paz en un continente que ha conocido a lo largo de su historia tantas guerras.

Esta Europa tiene por supuesto también sus lacras: el peso excesivo del gran capital, la influencia exagerada de los lobbies económicos y financieros, la obsesión por el déficit cero con un banco central hecho a imagen y semejanza del Bundesbank germano.

Es más necesaria que nunca una Europa de la solidaridad y no la de los egoísmos nacionales, una en la que ningún país pretenda avanzar a costa muchas veces de los demás, algo que muchos reprochan a su principal potencia exportadora y máxima beneficiada de la moneda común.

Hace falta una Europa en la que dejen de existir y tolerarse los paraísos fiscales, en la que los países no busquen ante todo competir entre sí ofreciendo a las multinacionales grandes ventajas impositivas en perjuicio de sus socios.

Son necesarias en esa Europa que deseamos inversiones que ayuden a combatir el paro juvenil, especialmente grave en el Sur; hace falta invertir mucho más en las industrias de futuro como las energías renovables, en formación de los jóvenes, en ciencia y desarrollo, en digitalización. Y todo eso difícilmente se logrará por separado.

Es precisa hoy más que nunca una Europa menos productivista y más ecologista, una Europa como la que reclaman esos jóvenes que critican con toda la razón a los gobiernos, a los políticos de todos los partidos por pensar siempre más en las siguientes elecciones y no en la supervivencia de las próximas generaciones.

Una Europa en la que tengan mucho menos poder los lobistas a sueldo de los grandes consorcios, siempre interesados en privatizar los servicios - el agua, la energía, las comunicaciones- para convertirlos luego muchas veces en oligopolios.

Debemos aspirar a una Europa menos consumista y más social y democrática que no se encierre en sí misma, una Europa abierta que defienda un comercio más justo en lugar de explotar los recursos naturales y la fuerza de trabajo más barata del mundo en desarrollo.

Una Europa que vea en la inmigración un enriquecimiento, una oportunidad y no solamente un peligro o una amenaza a su identidad cristiana. Que garantice en todo momento los derechos humanos y sociales de sus ciudadanos y que no aplique distinto rasero a la hora de exigir a otros su respeto.