"Al mejor cocinero se le va un jitomate entero". Forma parte del refranero mexicano y viene a asumir con benevolencia un error por parte de alguien del que se espera gran pericia. Esto es lo que quiero concluir -un simple error- de la reciente reclamación, en forma de petición de perdón al pueblo mexicano por parte de España, a cargo del presidente López Obrador, en relación con los excesos cometidos por las huestes lideradas por Hernán Cortes allá por el lejano siglo XVI. La petición ha impactado en la campaña electoral española, fuertemente marcada por las desbocadas pasiones identitarias de las derechas españolistas y el nacionalismo catalán. El "tripartito de derechas" ha hecho gala del supremacismo que les caracteriza, apelando a la "madre patria" y al orgullo de la conquista, posición que contrasta con la posición ponderada que ha mantenido el ministro de Exteriores, Sr. Borrell, tildando la petición de extemporánea y zanjando de esta manera el asunto.

A lo intempestivo de la exigencia habría que sumar algunas razones adicionales para desestimarla, con la indulgencia que se requiere, en aras de salvaguardar el afecto entre ambos pueblos y sus gobernantes. España y México configuran hoy dos realidades bien distintas a las de la conquista. La España -por mejor decir Castilla- que conquistó México, evangelizadora y contrarreformista, en nada se asemeja a la actual, democrática, laica y avanzada en la defensa y protección de los derechos humanos, de la misma manera que el México actual dista mucho -incluso en alcance territorial- de la Mesoamérica precolombina constituida por el conjunto de pueblos, naciones y culturas autónomas diversas que se encontró Cortes -hecho que facilitó la conquista- aunque la épica de Tenochtitlan y Moctezuma hayan contribuido a invisibilizar esta realidad.

Nada podemos hacer hoy por modificar el pasado. La conquista española y la posterior época colonial de la Nueva España estuvo jalonada por episodios de violencia que nadie niega, propios de un periodo de la historia en que imperaba el "derecho de conquista", como han acreditado testigos presenciales (Fray Bartolomé de las Casas, entre otros), certificado historiadores especializados y narrado innumerables novelistas (por todos el húngaro Laszlo Passuth y su espléndida recreación de La Noche Triste en "El dios de la lluvia llora sobre México").

El pasado de las relaciones hispano-mexicanas ha estado colmado de desencuentros y malentendidos, pero también de episodios luminosos y de empatía. Subsiste en un segmento de la población mexicana un cierto desasosiego o pesadumbre en torno a una cierta idea de España (que no se corresponde con la actual) contra la que se fraguó la Independencia y el posterior proceso revolucionario, caracterizado por el impulso del liberalismo, el cual coadyuvó a construir una visión de la historia mexicana rupturista y sin imagen del pasado -al menos del pasado colonial- conectando, sin solución de continuidad, el periodo precolombino con la modernidad postrevolucionaria, laica y critica, que se sitúa en las antípodas -afortunadamente, afirmo- de cuanto España había incorporado a México.

Tal parece que López Obrador pretende hurgar, precisamente, en este sentimiento latente, para afianzar su popularidad interna con apelaciones al indigenismo y al malinchismo, emulando a otros lideres sudamericanos por derroteros populistas cuyos resultados no merecen mayor comentario. Quiéralo o no el presidente mexicano "el pasado está escrito en la memoria" como contaba Carlos Fuentes. El México moderno no se puede entender ignorando el ingrediente español, que dio lugar al mestizaje y conformó de alguna manera el ser mexicano, caracterizado por el sincretismo, resultado de la mezcla de la civilización occidental (europea) y las culturas precolombinas, y que encuentra su expresión más acabada en el ámbito religioso.

De entre las intensas relaciones entre España y México, de las que ambos países han sido beneficiarios, quiero rescatar muy sentidamente el papel que el gobierno mexicano, dirigido por el General Cárdenas, jugó en el acogimiento de miles de refugiados republicanos españoles, que encontraron en México su segunda patria, muchos de los cuales enraizaron allí definitivamente y contribuyeron al desarrollo de la sociedad de acogida. México, en un despliegue de coherencia y solidaridad con la Republica española (ilegítimamente desplazada del poder por el general Franco) y, por alcance, con el pueblo español, no restableció relaciones diplomáticas hasta que se repuso el sistema democrático en España y se restablecieron las libertades públicas.

Concluyo estas reflexiones con una frase especialmente atinente al caso, pronunciada por un presidente mexicano de pésimo recuerdo: "Si no podemos hacer nada para cambiar el pasado, hagamos algo en el presente para cambiar el futuro".

Efectivamente, la conquista y el pasado colonial han cedido su protagonismo ante una realidad luminosa. España y México se han incorporado a la modernidad, mejoran de forma sostenida su calidad de vida y han emprendido un camino sin retorno, entronizando la democracia y las libertades públicas como práctica política. Las relaciones bilaterales se han consolidado, tanto en el plano diplomático, como en el ámbito económico - con importantísimos intereses cruzados - y en el territorio cultural, por no hablar de la ingente cantidad de españoles y mexicanos que se han cruzado sobre el atlántico y hoy desarrollan sus proyectos vitales en los respectivos países de acogida. Antes que enturbiar este extraordinario presente con apelaciones a un pasado ya superado, conviene a españoles y mexicanos fortalecer e intensificar y profundizar en sus relaciones, para de esta manera, proyectarnos hacia un futuro aún más prometedor.

Sr. López Obrador: España hace tiempo que no guerrea y el rescate del cura Hidalgo y su "Grito de Dolores" -cuya figura histórica respeto- no sirve ya a los intereses de ambos pueblos