Ha salido el bando del alcalde sobre los patinetes. El bando es lo que menos se despacha en cuanto a normas administrativas, un 'Vamos a llevarnos bien' que, frente a las infracciones, acostumbra a pasar como el rayo de sol a través del cristal: sin romperlo ni mancharlo. El bando brinda al sol, como las consultas a la ciudadanía o las mesas transversales, pipas de girasol que alimentar no alimentan, pero por lo menos van entreteniendo, y entre una cosa y otra, se pasan las elecciones, el mandato, el quinquenio y la década, y el alcalde sigue ahí, impasible, como el arpa silente de Rubén Darío o el dinosaurio de Monterroso. Parece que no hace nada, pero realmente está pensando otro bando para cuando se le vayan las vitaminas al último, que es una forma intelectualmente elegante de no hacer nada. El bando de los patinetes afronta los problemas como al alcalde le gusta; tarde, mal y nunca. Puede que, en este caso, lo haga por simpatía, porque no hay que fijarse mucho para encontrar no pocas similitudes entre él y los artefactos: parece moderno, pero es más antiguo que el hilo negro; está en todas partes, aunque su actividad más intensa se limita al Centro y evita subir cuestas porque se queda sin tirón; circula esquivando problemas, cuanto más tiempo lo tienes, más dinero te cuesta y, pase lo que pase, la culpa siempre la tiene otro, sea peatón, conductor, concejal o semoviente. Tras meses de patinetes atrincherados en aceras, vienen escenas de retiradas espectaculares. Días de mucho, vísperas de poco en una ciudad cuyo máximo responsable, por ejemplo, ya se ha confiado a la bondad del hostelero ante su incapacidad de vigilar el cumplimiento de la ocupación de la vía pública con mesas y terrazas. Al menos han creado zonas de aparcamiento de patinetes. Igual cabe un alcalde puesto de lado.