En la Axarquía, cerca de Torre del Mar, vive un profesor de matemáticas jubilado. Es de pocas palabras y respirar pausado, y anda dando grandes zancadas. Tiene muchos libros y los lee, aunque rara vez acaba alguno; le gusta imaginarse los finales.

Se compró, allá por los años ochenta, un terreno en el campo. Con paciencia y perseverancia plantó y cuidó un limonero, naranjos, cerezos y manzanos. Poco a poco fue también haciéndose una casa, a la que le echó muchas horas junto a una cuadrilla de gente del pueblo. Tuvo suerte al contar con ellos: fue un poco antes del boom de la construcción.

Pasaba los fines de semana con una mujer, de la que no le gusta hablar: prefiere pensarla. Su sobrino me refiere que ella era de temperamento nómada y que se ahogaba en la rutina de apegarse a un trocito de tierra, por muy bonita que fuera. Aún le escribe postales, que él guarda en un cajón con llave. Cuando lo dejaron, estuvo unos meses sin venir hasta que un viernes volvió solo. Desde entonces, fueron escasos los fines de semana que no regresaba, hasta que ya jubilado decidió mudarse a la casa el año completo.

Sus días son simétricos. Tras dar un paseo matutino se dedica al huerto, para el que es un absoluto desastre: por más que el limonero y otros árboles intentan trasladar hasta el subsuelo del huerto la mayor parte posible de nutrientes, resulta imposible que una lechuga o una tomatera le aguanten más de una semana. Él se resigna y al mismo tiempo no ceja en su intento. Lo curioso es que no lo ve algo frustrante, sino como una enseñanza más que le está dando la vida. «No todo se puede conseguir, pero siempre hay que intentarlo», me dice.

Come con rapidez —muchas veces, de pie— y se echa una siesta. Al levantarse, repasa uno por uno los árboles de su propiedad, teniendo con ellos la habilidad de la que no dispone con las hortalizas. Los mima, endereza o sana, según un criterio disparatado y certero basado en la intuición, el sentido común y las largas charlas que mantiene con los campesinos de la zona. Es tal su talento que ha crecido su fama en los alrededores y se le acercan muchos lugareños con algún problema en sus frutales. El médico de los árboles, le han empezado a llamar. Las soluciones que da son eficaces y me cuentan que jamás ha tenido queja de alguien que se sintiera descontento. Excepto una sola vez.

Fue en una ocasión que le llamaron para una de estas peticiones cuando, en una vereda de la senda que conducía a la finca afectada, pudo ver a una perra con la que en ese momento se ensañaba un grupo de muchachos. Le tiraban piedras. Sin decir nada, se interpuso entre los muchachos y las piedras. Recibió más de una.

—¡Aparta, viejo! —le gritaron—. Esa perra es nuestra y haremos con ella lo que nos venga en gana.

El médico de los árboles no se amilanó, la cogió entre sus brazos y se la llevó. Al no contar con sus consejos, muchos árboles se perdieron y la finca quedó maldita desde entonces. Hasta las piedras han huido de allí.

La perra se vino a vivir con él. No le puso nombre siquiera. Es tímida y huidiza, sin que ello le impida ser cariñosa y feliz. No ha perdido la costumbre de enterrar comida en varios puntos de la finca, labor que hace con un esmero digno de contemplar. Cuando ambos se van de paseos mañaneros, trota sin separarse de él, como si quisiera protegerlo. Las ocasiones en que el médico de los árboles imparte cátedra sobre de qué forma ahuyentar una plaga o fortalecer unas ramas castigadas en exceso por el viento, la perra se sienta y lo escucha embelesada, hasta que se queda profundamente dormida.

En los anocheceres en los que hace buen tiempo, el médico de los árboles se sienta en una silla de enea bajo el limonero y se pone a contar las estrellas. La perra se tumba a su lado y si se le pasa alguna, le ladra.

—¡Vale! —le dice riéndose—. Hubieras sido una buena matemática. Como lo fui yo.