Cuanto más vivo más veo lo importante que es estar conectado con uno mismo. No hablo de egoísmo pero sí de entender que la propia vida es la gran obra. Y podemos resumir la vida en tres grandes capacidades: la de crear, la de amar y la de morir. Sí, saber morir es la que más puntúa. Aunque tengo que decir que las tres están relacionadas. Y que uno sabe morir en tanto en cuanto ha sabido también vivir. Te conformas más con la despedida si has sido capaz de disfrutar.

Por otro lado, perdemos mucho tiempo tratando de convencer a los demás de que valemos y un día ves el absurdo. Precisamente el tiempo es lo más valioso que poseemos y no somos conscientes de ello. A aquellos que no convenciste renuncia porque no los convencerás. Uno no puede ni debe gustar a todo el mundo. Además de eso voy a darte una mala noticia, nadie es imprescindible.

A menudo el ego nos juega una mala pasada y creemos que somos importantes. Puede ser que seamos exitosos en algo, que hagamos muy bien alguna actividad o que destaquemos por algún motivo y pensemos que somos únicos. Y en parte es cierto, pero no debemos creérnoslo demasiado porque somos completamente prescindibles.

Igual que vemos cómo algunas hormigas se ahogan y las que sobreviven siguen adelante. Cuando alguien muere, alguien querido, impresiona ver cómo la vida continúa con total naturalidad. Parece incluso un poco cruel. Ingenuamente pensaba que los seres humanos éramos distintos de las hormigas pero veo que en realidad nuestros patrones de conducta son muy parecidos. Tomar conciencia de ello también resulta liberador. Sólo tú eres responsable de tu vida y de tu felicidad. Cuando te mueras la gente no tardará en retomar sus quehaceres. Tus hijos no se pasarán demasiadas noches llorando. Es probable que tu pareja vuelva a casarse y que tus amigos te recuerden de vez en cuando pero no hablen tampoco demasiado de ti. No digo que no lloren tu ausencia, ni te echen de menos, lo harán pero probablemente menos de lo que crees. Seguirán adelante con sus vidas con total normalidad. Y así es como debe ser. Por eso es tan importante aparcar el concepto del sacrificio constante y el exceso de responsabilidad que nos ata innecesariamente a cosas que no nos hacen felices y descorchar esa botella de vino que te parece demasiado buena para tomar a solas en ese preciso momento.

Cuídate y regálate momentos hermosos y experiencias interesantes sin motivo. No reserves tu felicidad para una ocasión especial porque puede ser que no la haya más adelante.

Vive el presente porque no sabemos qué nos deparará el futuro. Cómprate ese libro que tanto deseas, o ese vestido que tanto te gusta y llevas semanas mirando de reojo en el escaparate. Póntelo y pasa una gran tarde leyendo y sintiéndote bonita, nutriéndote de tu autor favorito y sonriéndole al mundo. O haz ese viaje que siempre pospones. Cambia de trabajo si no te sientes realizado. Pide un aumento de sueldo si lo necesitas o cambia de ciudad si no ves futuro allá donde te encuentres. Vete a vivir al campo si tanto te asfixia el asfalto. O empieza a tocar un instrumento o a pintar, escribir, o a jugar al ajedrez. Yo qué sé, lo que quiera que sea que necesites hacer para ser más feliz.

Disfruta de la gente que pasa por tu vida, párate a hablar con las abuelitas de los parques, con los vagabundos. Aprende de ellos porque poseen la sabiduría de los desposeídos. No dejes que nadie te compre o te venda. Nunca bajes la cabeza. No te cortes tanto porque de pronto se produce un fundido a negro y todo se acaba. Es así, sin más dilación, sin grandes dramas. Te vas y no vuelves. Así que disfruta de una vez la vida que te ha tocado vivir y si necesitas cambiar algo, métele narices y cámbialo cuanto antes.