Veo una foto de José Ramón Bauzá con el uniforme de alférez honorario del ejército español, y luego otra del cantante José Manuel Soto disfrazado de soldado de los Tercios de Flandes (o quizá lleva el atuendo de un antiguo anuncio de una marca de sherry, la verdad es que no queda muy claro). Y a continuación me entero de que un comité del AMPA ha determinado que Caperucita Roja no debe figurar en la biblioteca de un colegio de Barcelona por contener estereotipos sexistas. Y luego veo la bronca que le metieron a Cayetana Álvarez de Toledo por intentar dar una charla en la Autónoma de Barcelona. Se dirá que son hechos minúsculos y sin mayor trascendencia, y puede que lo sean, pero estos hechos se suceden a diario y los protagonizan miles y miles de personas. Y esas personas no sólo demuestran carecer por completo de sentido del ridículo -cosa grave en personas adultas-, sino que encima se consideran personas ejemplares y dignas de ser admiradas por estar haciendo lo que están haciendo.

Hay otro caso que me parece más grave aún: el del hombre que suministró pentobarbital a su mujer, enferma terminal que le había pedido en varias ocasiones que terminara con su vida. Lo grave no es lo que hizo ese hombre -yo quizá hubiera hecho lo mismo-, sino que lo grabara ante un equipo de televisión y lo retransmitiera como si fuera una especie de reality, emitido además en plena campaña electoral y con un evidente designio propagandístico. Y más grave me pareció que cuando se emitieron por primera vez las imágenes ninguno de nosotros se preguntase cómo se habían obtenido. Estamos tan acostumbrados a meter las narices en las vidas ajenas que no notamos nada raro y nos tragamos las imágenes sin cuestionarnos de dónde habían salido. Yo creí que el hombre se estaba grabando él mismo con una cámara, pero luego, cuando se fueron emitiendo más y más imágenes del hombre preguntándole a su mujer si quería morir, y luego llamando a urgencias para comunicar la muerte de su mujer, parecía claro que alguien lo estaba grabando, aunque ninguno de nosotros se diera cuenta de ese pequeño detalle. Acostumbrados a ver continuamente a gente que se graba haciendo cosas en su casa -selfies, bromas, recetas de cocina, canciones, idioteces-, no caímos en la cuenta de que todo lo que hacía aquel hombre obedecía a un guión. Hasta que a los pocos días nos enteramos de que un equipo de El Intermedio lo había grabado todo como si fuera una especie de reportaje con fines pretendidamente humanitarios, sí, pero que explotaban un morbo que hasta entonces nadie se había atrevido a explotar: la «Muerte en Directo», por así decir.

En el caso de ese hombre, casi todo el mundo estuvo de acuerdo en que grabando su actuación se estaba protegiendo contra posibles acusaciones de asesinato o de violencia de género. Es cierto. E incluso hubo periodistas que le llamaron «Ángel» y que describieron lo que hizo como un monumento de amor imperecedero. Vale, muy bien. Además, para hacérnoslo más simpático, el señor tenía un banderín republicano en la estantería de su salita de estar. Pero me pregunto una cosa. ¿Qué habría pasado si el autor de la muerte de su mujer hubiera sido un señor con una foto de Franco en la salita y que hubiera llamado a un equipo de Intereconomía en vez de la Sexta? ¿Seguiría siendo un Ángel? ¿Y seguiría siendo lo que le hizo a su mujer un «monumento de amor imperecedero»? ¿O habríamos empezado a llamarlo asesino machista y manipulador del horror? ¿Se habrían organizado manifestaciones de protesta delante de su casa? ¿Sería insultado por la calle? ¿Se le negaría la aparición en todos los platós de televisión? Dejo ahí la pregunta.

Lo digo porque la división en dos bandos irreconciliables que estamos viviendo desde hace algún tiempo nos está nublando la percepción de la realidad. Entre los votantes de la derecha, nadie ve ridículo que José Ramón Bauzá se ponga el uniforme de alférez o que José Manuel Soto se disfrace de soldado de los Tercios de Flandes. «Vaya patriotas», piensan. Y entre los votantes de la izquierda, nadie ve nada sospechoso en que un señor trasmita en directo la muerte de su mujer para protestar por la inexistencia de una ley de eutanasia (y encima para un programa de humor). He leído crónicas en las que se dice que el tratamiento de esa muerte fue exquisito y ejemplar, pero hay que suponer que se grabó todo el proceso de la muerte, así que esas imágenes existen y cualquiera sabe qué puede pasar con ellas en el futuro. En el mundo de los realities, esas imágenes valen cantidades fabulosas, y todos sabemos que ningún ejecutivo de televisión está dispuesto a renunciar a esos beneficios. Quizá ahora nos parezca todo exquisito y ejemplar. Pero ¿y dentro de unos meses?