Sumidos en una inédita Semana Santa 2019, que como todo lo novedoso está colmada de controversias -dejo aparte las disputas indefectibles de la convulsa campaña electoral-; las tertulias en cualquier recodo de la ciudad giran sobre un monotema: el nuevo recorrido y horario procesional, el cual está siendo polemizado intensamente por todos los segmentos de la ciudadanía ya sean cofrades, abonados o espectadores al uso.

Los tiempos de cambio son ciclos de recelo, donde el consenso padece una ruptura; los lazos de confianza se atenúan; las sospechas se dilatan; los desafíos se asperezan; la sensibilidad aparece resquebrajada y la incertidumbre es esparcida. En períodos de transformaciones incluso aumenta el pavor ante la metamorfosis por lo seguidores del nuevo modelo, temiendo que el cambio sea raptado por aquellos capaces de virar en el último momento para no verse arrastrados por las corrientes adversas, adaptando para sí la frase: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie», escrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su novela El Gatopardo.

Existe una insinuante figura literaria para describir un ardid conservador ante las reformas: el cambio lampedusiano. Éste describe un círculo y vuelve a situar las cosas en su punto de partida, al menos en apariencia. En los actuales momentos de esta renovación categórica de nuestra Semana de Pasión, este gatopardismo nos revela una animadversión palpable de muchos hacia una mejora de futuro cierta y positiva.

Dejemos que concluya el ceremonial antes de hacer crítica feroz, pensando que algunos cambios parecen negativos en la superficie y sin embargo están creando nuevos espacios para que la Semana Mayor se enriquezca. Al mismo tiempo, nos encontramos con el reto de cambiarnos a nosotros mismos. Los cambios requieren tiempo.