No hace mucho les anuncié que mi señora estaba embarazada. Pues bien, esa florecilla delicada y sensual, la princesita más enjuta, discreta y sutil de toda la comarca antequerana, ha empezado a roncar como un hipopótamo de cuatro toneladas puesto hasta las trancas de Diazepam. Por su tamaño nadie lo diría, pues sigue conservando la figura, pero créanme, cuando cae la noche y reina el inconsciente, sus ronquidos hacen palidecer a José Mercé haciendo gárgaras. Es un tormento inhumano, insoportable.

Ocurrió como si nada, de la noche a la mañana. Nunca mejor dicho. Estábamos durmiendo y una leve respiración fue ganando intensidad, in crescendo. Al principio resultaba incluso agradable, marcaba un ritmo cadencioso, un tempo armonioso. Luego la cosa fue a más y el lejano susurro ya se iba pareciendo más a una Harley en punto muerto, hasta que, finalmente, alcanzó su culmen y creí que estaba acostado con mi tío Paco. Será postural, pensé. Pero no. Ella se movía y el ronquido no desaparecía. Diantres. Voto a bríos.

La primera vez la cosa quedó ahí, gracias a Dios. Por la mañana me armé de valor y le dejé caer de refilón la improbable posibilidad de que quizá, puede, serían cosas mías, pero no era seguro, que roncase. Y me llamó de todo: exagerado, mentiroso, gañán. Será que con el embarazo, me explicó enfurecida, el estómago se eleva ligeramente y comprime el diafragma dificultando así la capacidad de exhalación. O lo que es lo mismo, que respira fuerte. Yo, claro, no quise discutir. El diafragma se pondrá donde ella quiera, pero lo cierto y verdad es que toda la percusión del Cautivo ensayaba cada madrugaba en su garganta. Que conste que lo pensé pero no se lo dije. Que uno, como experimentado marido, y por muy valiente que se crea, ya va aprendiendo a valorar su vida.

Visto que no me creyó decidí grabarla. Llegó la noche y allí estaba yo, agazapado y paciente como un indio detrás de una mata. Los ronquidos no tardaron en aparecer. Empecé a moverme sigilosamente, tardé diez minutos en destapar las sábanas de coralina y coger el móvil de la mesita de noche. Demasiada luz en la pantalla. Mierda. Reduje el brillo en vez de darle la vuelta. Cosas del directo. Me incorporé dejando preparada la grabadora y me fui acercando muy lentamente, a la velocidad de un perezoso con resaca. La oscuridad era mi aliada y el silencio mi enemigo. Un centímetro, luego otro, iba ganando terreno a cuatro patas cual leopardo acechante. Con una paciencia franciscana acerqué el teléfono y me dio un calambre en el gemelo, aguanté como pude pero, al presionar el micrófono del teléfono, se me agarrotó la mano y quedé sobre el colchón como un perro de caza apuntando a una madriguera. Gemidos de dolor, llanto ahogado, respiración entrecortada, alaridos mudos. Ese era yo. Un escombro de tío apoyado sobre una rodilla y una mano, oscilando, intentando mantener el equilibrio y rezando para no caer sobre ella. Al fin, dos minutos después, me vencí hacia mi lado de la cama. Ella siguió durmiendo como si tal cosa, respirando fuerte. Cuando me repuse alargué el brazo y grabé 10 segundos desde la distancia. Que sea lo que Dios quiera. Confío en la tecnología, no vuelvo a jugármela.

Por la mañana fui a la cocina y reproduje el audio. Si los pájaros se callaban, el tráfico desaparecía, te metías en una cueva y ponías toda tu atención, se oía perfectamente el rugir de un tráiler de ocho ejes. Orgulloso de mi hazaña le mandé la prueba del delito. Era irrefutable. Ya no podría negar lo obvio. Satisfecho con haberla cazado me fui a trabajar.

A la media hora recibí el siguiente whatsapp de mi señora: Eres un guarro ¿Por qué me mandas una grabación con dos minutos de suspiros, grititos y gemidos?

En fin. Que mi señora no ronca, respira fuerte. Es un hecho empírico, objetivo e imposible de desmentir que yo, hasta ahora, no sabía apreciar. Qué placer, qué deleite, qué privilegio el escucharla. Cómo no he aprendido a gozarlo antes. Imbécil de mí que, como siempre, no sabía que estaba equivocado.

Nota del autor: Si por algún motivo, el que sea, esta columna le parece políticamente incorrecta, puede mandarla donde Caperucita Roja y los otros doscientos cuentos que han retirado por sexistas de un colegio de Barcelona. De paso no olvide quemar también la mitad del Museo del Prado, todos los clásicos del cine y las canciones que acompañaron su juventud.