La Semana Santa era un constante volver. La vuelta a la infancia, con procesiones que veías desde cualquier esquina, la visita a los tinglaos con su aspecto de astillero de ribera, la excusa de andar por en medio de la calle, para serpentear por itinerarios que se salen de nuestra rutina, concediendo al peatón el triunfo durante unos días y a la ciudad la condición de ser vivo que se despereza. Alzar la vista y ver un globo que se escapa o el balcón bien colocado para ver todas las procesiones en cinemascope, ese 'Arriba y Abajo' social de Málaga, en el que siempre habrá gente en una atalaya a cuyos pies pasarán la vida y las aspiraciones de los mortales.

Volver al ruido de las sillas de madera cuando se cierran en su recogida, a la rotundidad de un toque de campana que se escapa en la distancia, al rumor de la gente que va de una salida a otra, las sombras de algún callejón pardo de noche. Limones cascaruos y caña de azúcar, que no sé si se siguen vendiendo en la subida de calle Amargura, pero que todos los años vuelven a mi memoria como ruidos que se filtraban por la ventana de mi casa. No sé si volverá calle Carretería, territorio comanche, una vez que se haya consumado el cambio de imagen de la Semana Santa, pasada por el filtro de Mr Wonderful y del Gran Premio de Jerez, pero quedará en la memoria la rebelde resistencia de las sillas de playa atadas a la señal de tráfico. Pulseras de cofradías, imágenes en el móvil, devoción en los perfiles de redes sociales, compases de marchas, medallas cerca del corazón. A todo eso se vuelve.

A dónde no se vuelve es a misa, tras el recuento de beatas. Posiblemente porque la Semana Santa es otra cosa distinta y, a veces, distante.