Vivo rápido y no tengo cura. Lo rapea la cantante española del momento, la del medio millón de euros por noche, la de ese «iré joven pa' la sepultura» que también recita en ese Con Altura que lanzaba semanas atrás con J Balvin & El Guincho.

En la música popular de estos tiempos, la que se mide a partir de decenas de millones de visualizaciones en internet, siempre han convivido los versos estériles con otros con vocación de pervivencia. Pero no creo que a Rosalía le baste, para situar los suyos entre esos últimos, con entonar: «Esto es pa' que quede/lo que yo hago dura».

Perduran a fuego las estrofas que Camarón hizo únicas, como bien sabe la prometedora intérprete barcelonesa, las que Enrique Morente guió hasta más allá de los límites del cante jondo o las que sabiamente ya había situado en los altares otro genio de esta tierra como Fosforito. A este último tenemos la suerte los malagueños de conservarlo entre nosotros, como ilustre vecino e insigne maestro, además de presidente del consejo asesor de la Agencia Andaluza para el Desarrollo del Flamenco.

Ojalá que dentro de muchos años hablemos de esta talentosa joven por los cimientos que como aquellos logró mover, no sólo por habernos desvelado que el dembow nos lo canta «con hondura». Sin embargo, puestos a releer sus estrofas, las de vocación de pervivencia, regresemos al primer verso de este artículo. Bien puede ser el lema para estos tiempos, eso de vivo rápido y sin cura.

De eso mismo nos alertan, sin que les dediquemos ni un miserable minuto en los informativos de máxima audiencia, decenas de neurocientíficos. Algunos con nombre y apellidos son verdaderas autoridades internacionales, como el madrileño Rafael Yuste, investigador de la universidad estadounidense de Columbia y catedrático de Ciencias Biológicas y Neurociencia. A estas alturas del siglo XXI continuamos enfrascados en descifrar los límites sobre lo muchísimo que saben, sin habernos solicitado autorización, quienes están detrás de las grandes redes sociales. Y permanecemos absolutamente ajenos a lo que se nos avecina, acerca de lo rápido que vivimos y de la difícil cura a la que nos tendrían que someter para recuperar en parte nuestros frágiles cerebros.

Ellos llevan años de lucha para que las legislaciones internacionales impongan principios de neuroética frente a productos que decenas de jóvenes empresas ya empiezan a implementar en sus laboratorios, gracias al capital inversor de visionarios como Elon Musk o Mark Zuckerberg. Y si ciertos artilugios, mediante el implante de dispositivos electrónicos en el cerebro, han podido mejorar ya hasta en un 25% la capacidad de memoria de las personas, ¿por qué la Agencia Mundial Antidopaje, en el ámbito deportivo, o el resto de organismos internacionales no intentan, al menos esta vez, adelantarse a los acontecimientos?

A Yuste y a sus colegas les toca alertar de que la humanidad se halla ante otro Renacimiento y de que esos nuevos interfaces cerebro-computadora «cambian las reglas del juego». Y como a mí, a ti te toca ver que ya la máquina lee e influye en tu pensamiento. Que vivimos más rápido, sí. Pero sin cura.