De fuego son los brazos de la ignorancia. Ardientes llamas que consumen hasta la última esquirla de cultura. Una cultura que se carboniza a golpe de incendio. Todos ellos provocados por una atmósfera inflamable de desidia y necedad. La humanidad, en una operación suicida, destruye sistemáticamente todo aquello que la creó. Vivimos una estúpida adolescencia en la que culpamos a la raíz de todo aquello que nos pasa. Somos hijos de la razón y la estupidez al mismo tiempo. Curiosa humanidad la nuestra. Capaz de erigir catedrales y democracias o de engendrar guerras y totalitarismos.

El incendio de Notre Dame nos ha chamuscado a todos los que amamos la historia y el arte. A todos aquellos que amamos Europa, entendiendo por Europa un estilo de civilización basado en el respeto, la solidaridad y la tolerancia. Aunque algunos se empeñen en decir lo contrario, lo cierto es que la mayoría de este pueblo percibe la unidad de este modo. Pero con cada sufragio brotan nuevas voces interesadas en romper la baraja para quedarse con las reinas, los reyes o los ases. Hay que evitar que el pueblo participe en la partida.

De todos los proyectos impulsados por la Unión Europea, muchos apenas visibles y, sin embargo, fundamentales para construir inmensas catedrales de equilibrio y concordia, me quedo con el programa Erasmus+. Un propósito creado hace ahora treinta y un años con el objetivo de poner en común las costumbres, tradiciones e idiomas de las comunidades europeas; y también puntos de vista, ocio y pasiones. Con el intercambio cultural de los jóvenes de todos los países europeos se conseguirá esa fusión soñada por aquellos que fundaron la Europa Comunitaria. Los jóvenes europeos están limpios de la llama totalitaria que incendió el continente dejándolo dividido en fronteras de cadáveres y escombros.

Hace unos años conocí a Caroline, una chica parisina que, becada por el programa Erasmus, vino a vivir seis meses a Málaga para proseguir sus estudios de Comunicación Audiovisual en nuestra universidad. Recuerdo su despedida en el aeropuerto, con lágrimas en los ojos por dejar una tierra que en medio año había hecho suya. De igual forma, muchas chicas y chicos españoles se marchan todos los años a multitud de universidades y conservatorios europeos donde, además de continuar sus estudios, trenzan vínculos celulares entre las naciones que en el largo plazo, si ningún pirómano lo impide, se transformarán en fuertes eslabones con los que amarrar una verdadera conciencia de comunidad.

La política actual sólo habla un idioma cortoplacista, y con esa forma de comunicación jamás se han edificado ni restaurado catedrales. Aunque sea una labor de decenas de años, no hay otra manera de cimentar los puentes que anclando pilares en la tierra para que aguanten el paso de un futuro que apasiona. Los ciudadanos europeos somos responsables de seguir creyendo en la solidez de las piedras que colocaron nuestros antepasados para levantar los contrafuertes, arbotantes o el rosetón de Notre Dame Europa. La oportunidad de subirse al andamio del progreso se produce cuando ejercemos el voto. O ponemos los ladrillos o los quitamos.

Notre Dame Europa, inquisidora y renacentista, invadida y reconquistada, cien veces incendiada y cien veces reconstruida. Cuna de la civilización, el arte, la cultura, pero también de ocupaciones y genocidios. En ella conviven la razón y la sinrazón. Notre Dame Europa, eternamente enfrentada consigo misma. Ciudadanos que avivan unas brasas no consumidas del todo y otros empeñados en construir catedrales.