Un día llegó una misteriosa carta a casa. «Descubra algo más que un café», ponía en el sobre. Lo abrí. Era un café. Cada vez parece más difícil que algo nos sorprenda de veras. Te dicen que no es un café, pero sabes que un café. Atraviesas los partidos de déjà vu en déjà vu, en plan esto ya lo he vivido, en plan estoy de vuelta de todo, en plan ya no queda casi nadie de los de antes, y los que hay son todos runners. Es lo que parece, y cada año más, el fin del misterio, pero no siempre es así y bien que me alegro. Terminaré festejando más la sorpresa que un gol. Con la sorpresa me siento vivo, y no tan viejo.

Ejemplo.

Una mañana cualquiera de un domingo cualquiera en un estadio cualquiera, un equipo cualquiera perdió un partido cualquiera. Al acabar, un grupo de ultras saltó al campo y se dirigió entre insultos, cánticos y cosas de esas a la zona del palco. La foto de la ultrada en el césped ilustró la portada de mi periódico al día siguiente. Años después conocí a uno de esos ultras, y salió el tema de la invasión y la foto. «Ese día aprendí una lección», me dijo, y yo pensé que por supuesto que sí, que los problemas no se solucionan así, que la protesta es mejor encauzarla por otros márgenes; yo pensé que más valía tarde que nunca, que todo el mundo merece una segunda oportunidad, que el sistema funciona porque esta gente se reforma. Yo pensé todo eso antes de que siguiera hablando: «Aprendí a no ir al fútbol en chándal, aprendí que hay que ir bien vestido, que luego te sacan en portada y pareces bobo».

Sorpresa

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Aquel que se deja sorprender conserva aún cierta ilusión por la vida. A mí se me hace muy difícil seguir creyendo en algo. Necesito autoengañarme para seguir creyendo en algo. Si hablamos de fútbol, he visto a los míos perder con cualquier tipo de entrenador, con cualquier tipo de jugador, he visto que la mentira no entiende de estilos. Yo crecí siendo un fanático del toque y el mediapunta. Ahora soy un escéptico respecto al ser humano. La mayoría de mediapuntas que he conocido eran unos verdaderos magos. Pero no por su magia para generar goles y ganar partidos. Eran unos magos por su capacidad para desaparecer sobre el campo.

Al fútbol no le importa si renegamos o desertamos porque cada año nacen un montón de crédulos. Es natural, supongo, que se renueve la clientela. Hace poco, mi hija me enseñó en Youtube a un niño prodigio de la pelota. Como ella, tiene siete años. Es un Macaulay Culkin del balón ese muchacho. En el vídeo se recreaba con un catálogo de habilidades: regates, ruletas, controles, disparos... Hacía de todo y lo hacía bien, era bueno el zurdito cabrón, pero no parecía impresionar a mi hija para nada. Mi hija lo observaba impasible hasta que en un momento dado hicieron zoom y se le vio la cara en primer plano. El chaval sonrió y guiñó el ojo a la cámara, y entonces sí, entonces mi hija me miró maravillada: «¡Sabe guiñar el ojo!».

Sorpresa.

Me dan la vida esas sorpresas.