La calma que suele imperar en mi calle es solo aparente; nada más engañoso que la quietud de este asfalto. Miremos arriba: sobre el cable que la cruza de fachada a fachada, una pareja de tórtolas parece contarse confidencias en voz baja. No parecen inquietarse demasiado por la presencia del mirlo que ha tomado la barandilla de mi balcón como pista de entrenamiento; tras una corta carrera, alza su cola y se balancea al llegar a la esquina. Mientras, un reducido grupo de gorriones cosmopolitas explora a saltitos el suelo de la terraza, a la búsqueda de migas de pan olvidadas. El leve estremecimiento de las hojas del almendro que crece de modo alegal junto al centro de transformación de Endesa (y del que ya les he hablado en alguna ocasión) delata la presencia de currucas o verdecillos. Muy huidizos, superan su timidez al amparo de la copa del contrahecho arbolito y entonan un canto melodioso que hace las delicias de quienes les escuchamos. Más tarde, una fugaz sombra que atraviesa la casa del vecino indica que la hora del circuito crepuscular de los vencejos ha llegado. Sus chillidos acallan el coloquio aviar de las otras especies hasta que unas gaviotas gritonas irrumpen abruptamente en la escena, pero sin que la concordia entre los plumíferos llegue a romperse de modo significativo. Así trascurría la tarde: «Sin rey vivía libre, independiente, el pueblo de los pájaros felizmente», se podría decir citando a Esopo con cierta ligereza, poniendo aves donde él puso ranas. Y fue entonces cuando el del segundo encendió la tele para oír la crónica política. La fábula de Esopo concluía, por cierto, con estas palabras del padre de los dioses: «¡Padeced, les responde, eternamente, que así castiga a aquel que no examina si su solicitud será su ruina!»