Salirse del tiempo, entrar en un museo. No hay mejor antídoto contra las exigencias de la velocidad que nos alborotan los sentidos y llenan de ruidos la conciencia. Están los bosques; existe el hamman; permanecen las bibliotecas. Ámbitos en los que el silencio juega a ser sombras de verde, metamorfosis de agua, cogitabundos fantasmas entre la naturaleza, el recogimiento y la introspección. En un museo, en cambio, el silencio es a la vez espectador, detective y presencia en sigilosa indagación. Está frente a las obras de arte; nos sigue los pasos con sus manos a la espalda y en vagabundeo la mirada desde casi todos los ángulos. Nos observa desde una esquina o el fondo enmarcado -donde siempre los pintores esconden la subversión de un secreto- o con la coartada de su invisibilidad estudiando nuestro gesto frente a la historia pintada a la que él mismo pertenece. Están llenas las escenografías de óleo de oídos y de miradas que se entrecruzan -con nosotros y entre ellas-, de interrogantes acerca de una misma imagen, de sonrisas seducidas en una sutil telaraña de relaciones, del instante de transparencia de una luz que no existe y si embargo inmortalizó ambiciones, dramas, sueños, lujurias, amores, la muerte. Y como un perfume de magia está la atmósfera epidérmica de los museos donde el silencio es un arte y también otra forma de imaginar el tiempo. Se siente en La Orangerie parisiense, un oasis para sedar el espíritu flaneur entre las coreografías de Los nenúfares de Monet y su clima emocional. Y por supuesto, en las salas de El Prado que acaba de cumplir una princesa de doscientos años, y un premio de Humanidades.

No es extraño, tiene mucha historia nuestro gran Museo impulsado por Isabel de Braganza en 1819, como jardín de colecciones reales, y nacionalizado con la República de 1868 cuando los maestros impresionistas lo visitaban en busca de Goya y de Velázquez para aprender de sus revoluciones. Nunca después salieron sus obras en misiones pedagógicas, como las que comandó en 1933 Manuel Bartolomé Cossío improvisando en la Residencia de estudiantes un museo circundante. Y lo mismo en salas municipales de pueblos, con Las Meninas o Los Fusilamientos del 3 de mayo, explicándoles a gentes humildes el don de sus pintores; que la mirada puede entrar en los cuadros y salir de ellos por las escaleras de fondo o la penumbra abierta en un ángulo. El descubrimiento, el goce, los universos que sin tener porqué saber de técnica ni de Historia, emocionan de cuajo, pellizcan por dentro. La cultura a flor de calle, la promesa de un sueño, sin saber nadie que en la obra de Goya se escondía el presagio de la violencia de nuevo. Por encima del grito de rojo y negro de los pinceles, los fusiles rugiendo contra las paredes de la noche. Saturno devorando a sus hijos. Incluso a punto de hacerlo con el museo que sobrevivió a nueve bombas del 36, aunque sus lienzos habían sido ya evacuados por Timoteo Pérez Rubio rumbo a Valencia y sorteando dificultades como las de no pasar por el puente de Arganda, y tener que cruzar la obras a pulso de una orilla a otra. Qué dolor en el pecho se le quedó a aquella Espada del Greco, cuyo cuadro fue la consigna del Equipo Crónica para denunciar la dictadura. Escribió el maestro Eduardo Arroyo, en su delicioso libro de andar por El Prado, que en aquellos tiempos de gris plomizo y nudos de impotencia en la garganta, a sus puertas se dejaban la mugre y la tristeza maniatada, y en sus salas se refugiaban los que soñaban de frente a Velázquez que el azul cobalto de sus cielos fuese también el de España.

A ese prado de cultura y otros mundos pintados viajé cruzando la noche por dentro y sentado a bordo del Estrella de las Nieves cuya locomotora de provincias desembocaba en Atocha, junto a Juan de Dios Morales, en busca de El jardín de las Delicias de El Bosco. No me desmayé Stendhal pero nunca he podido desatarme de ese cuadro al que a menudo regreso, lo mismo que vuelvo a Tiziano, a Goya, a Caravaggio, a Picasso, y a tantos otros de los que cada vez descubro el detalle revelador de algo. El Prado de la conversación y confidencia en compañía magistral de mi tío Manuel Rivera, aprendiendo acerca de texturas y de sombras; con Pepa, Paula y Gala, guiándolas a través de las conexiones, denuncias e inquietudes que propone el arte, y cada una eligiendo el cuadro al que volver para siempre. Y también al museo, a todos los museos, en los que ser amantes del arte y fugitivos de lo ordinario, entregados a la conquista de los gestos del pincel y la innovación del artista al expresar ideales caballerosos; la fastuosidad de la belleza; psicologías de rostros; sutilezas púbicas del deseo; esa mirada gélida de un cardenal indescifrable; el poderío del barroco; disfrutes infantiles salpicando luz y agua; lo tenebroso. El museo como si fuese un libro de Historia con páginas en las que suele haber un espejo entre una y otra, o tránsitos en blanco en los que el visitante consulta su mapa, busca reflejarse en su realidad de fuera mirando por una ventana. Lo contrario al turista accidental que mira de espaldas las obras a través de su narcisismo en pantalla, con prisa por finalizar su estancia en el museo al que posiblemente nunca vuelva, ni siquiera a su fotografía, una vez marcada su cruz en la casilla correspondiente en sus cuadernos de bitácora.

Habitarlos no es simple. Hay que ir despacio, entregados a un recorrido y a un aprendizaje, que nos enseña a reconocer la gestión del espacio; el discurso de las obras; la relación entre sus autores, y la que establecen con el público. Es necesario leer la naturaleza estética y el mensaje que expresa y esconde cada pieza que nos sorprende, nos emociona y nos revela. Da igual que se trate de un museo aristocrático, de la modernidad o museo como obra de arte en sí mismo (el Broad de Los Ángeles o el Guggenheim de Bilbao) que alberge colecciones de clásicos, estéticas contemporáneas y procesos artísticos inacabados que proponen nuevos diálogos con su época. En todos, el tiempo ha de ser un intervalo de goce, de pensar aquello que se está disfrutando, de entrar más allá de lo que se ve. De respuestas más que de simulacros.

Nada de esto es posible cuando se festeja el Día de los Museos -abiertos en danza, en conciertos y con cuadros vivos en los que los visitantes actúan de extras- ni en la Noche en blanco trasviste las ciudades como espectáculo. Colas interminables; salas abarrotadas de ruido y móviles en alto, y más selfies de boquitas de pez pintadas. Da pudor decirles que ahorren tiempo en su yincana y que de poco sirve su cultura de consumo sin experiencia emocional. Otra de las asignaturas pendientes del sistema educativo, y también de los padres, que debe desempeñar un papel predominante para que los jóvenes, -el segmento más bajo de visitantes- se acerquen con conocimiento a los museos y al arte, más de una noche de botellón cultural, para aprender a mirar mejor lo que se tiene delante de los ojos. El iceberg de un debate más profundo y sin chantajes económicos en torno a la marca de los museos marca como franquicia, a su identidad como producto turístico y a su papel dinamizador de cultura y conocimiento.

El arte cura el alma. El lema que han hecho suyo tanto el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC) como el hospital barcelonés Vall d'Hebron, en su idea de demostrar mediante el arte sus beneficios para trastornos emocionales. Una terapia que han experimentado mujeres, inmigrantes y refugiadas, que padecen un trastorno por estrés postraumático causado por maltrato, agresión sexual y otras violencias contra su integridad. Tal vez se sume El Prado después de celebrar su efeméride con más de cien actos, escogidos por Miguel Falomir, su director número 31, entre los que se han dedicado al Fusilamiento de Torrijos o a los dibujos de Goya. Cualquiera de ellas, y después también, invitan a entrar en su corazón, abstraernos del tiempo y, como escribió Marcel Proust, a través del arte, salir de nosotros. Y también del museo, mejor que como entramos. Pocas experiencias tan cercanas a la libertad.