En este deambular vital al que llamamos existencia, no se halla mejor sueño que el anhelo del regreso. El camino más deseable es el de vuelta; el verdadero viaje concluye con el retorno, me susurra un restablecido Manuel Domingo Larios mirando a su calle. El paisaje tiende a repetirse cada vez que nos damos un paseo por el Centro de Málaga, si bien es necesario que haya una perspectiva permanente para poder realizar esa reproducción. Ernesto Sabato me comenta en su libro Uno y el universo que el eterno retorno implica una eternidad o, mejor, «un paisaje fuera del tiempo». Como en el Timeo de Platón, el tiempo habría sido hecho junto con los cuerpos que giran para conferir una imagen móvil de la inmortalidad. Si escribo de perpetuidad, debo hacer referencia a la que modela la escultura publica, la cual se ha convertido en un sistema de comunicación de gran simbología al ubicar en lugares comunes estas manifestaciones culturales que resultan disfrutadas de manera inconsciente por una cantidad ingente de espectadores. Tras una relajada estancia antequerana en el centro de reposo Chapitel -sin el trastorno del ruido ni la molesta polvareda de las obras de remodelación de la Alameda y las sempiternas del metro-, el II marqués de Larios, después de muchos avatares a lo largo de su historia, vuelve a un nuevo emplazamiento en su vía, completando ese espacio atemporal. De nuevo, la escultura de Benlliure junto a la mirada del gran amigo del marqués, el torero Luis Mazzantini, -Alegoría del Trabajo- estarán presentes en el devenir de la urbe para continuar siendo fieles fedatarios del acontecer de «esta ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia», como versa nuestro egregio poeta José García Pérez. De la añoranza de tu ausencia al entusiasmo de tu llegada. Bienvenidos.