Se han puesto de moda las videocolumnas o videoblogs. O tal vez llevan años de moda y es ahora, cuando uno tiene que hacerlas (¿perpetrarlas?) y comprarse nuevas camisas para hacerlas, cuando repara en ellas.

Antaño (y todavía hoy a vida o muerte) los columnistas luchaban en el periódico por ir en la página 2 o en la última o en impar; en un recuadro diferenciado, con foto, con realce, con pedestal tipográfico. Con un arranque en primera. Con lo que fuera. Ahora hay que pelear para que te coloquen el columnamen visual en la home, que es como se dice portada. Hay que bregar para que esté colgada a primera hora, insistir, además de hacerlo tú mismo, para que con prontitud vuele por Facebook, Twitter y demás redes sociales de las que creamos que sus usuarios no pueden vivir sin nuestras atinadas opiniones, civilizadas impresiones y vistosas chaquetas. Que esa es otra, el columnero tradicional podía escribir con el raído pijama en casa o con vulgar atuendo en la redacción. Hasta el desaliñado vestir le daba un plus bohemio que podía añadir leyenda a su figura e incluso donosura a su reputación literaria. Pero ahora hay que hacer un desembolso en camisas, que la gente es muy criticona, empezando por el vecindario propio. Son capaces de despellejarte si repites prenda o no va a juego el pantalón con la americana. Videocolumnas, videoblog, chapas habladas o columnas leídas, como queramos llamarlas, hacen Gabilondo y Pedro Jota, Casimiro García Abadillo, León Gross, Enric Juliana, Matías Vallés y también tantos y tantos plumillas locales que comprobamos el poder de lo audiovisual: puedes estar semanas sin que te hagan demasiadas alusiones a la columna escrita-impresa y que pegues un dardazo audiovisual y no paren de decírtelo por la calle. Y el público es más variado, sin duda, un público que en no despreciable proporción se queda con una frase y con la tonalidad de los ropajes que impiden tu desnudez, física que no argumental. Proverbial es la reconvención: a ver si te peinas. Constante el despiste: estaba muy bien tu vídeo, ¿de qué hablabas?, habitual el paternalismo: ya veo esas cositas que haces, bueno, bien, bien. No falta el coaching: pero para qué haces eso, eso no vale pa ná.

Bien. Bien, sí, bien expuesto está uno. Ahí, en el ciberespacio y los ordenatas, en los teléfonos, pantallas y cachivaches electrónicos, opinando, dando la cara, poniendo el pecho y la jeta y lanzando venablos, loas, ditirambos, propuestas, ocurrencias e incluso adjetivos no remanidos. Perdiendo reputación literaria, tal vez, si es que alguna vez la hemos tenido.

Es el signo de los tiempos, quién sabe, no me imagino a Campmany, Alcántara, Umbral o González Ruano leyendo una columna a cámara. O bueno, sí, sí me los imagino. Sería una delicia ahora que lo pienso; Alcántara tal vez sentado y en la mesa el dry martini, enarbolando un cigarrillo. Con toda la mar enfrente; a Ruano en el chiringuito, en su chiringuito, que para eso inventó -puso de moda- ese término, tan necesario y querido ahora en los lugares costeros. Larra a lo mejor la leería con el pistolón, amenazante. A Umbral lo veo leyéndosela a Mercedes Milá. Hablando de su libro, claro. Ya ven, miles y miles de columnas, ciento y pico libros de poesía, memoria, prosa o novelescos y se acuerda uno de Umbral por un lance televisivo. Bueno, también por su Diccionario de literatura (Julio Llamazares: escritor leonés. Tiene un perro).

Raúl del Pozo se resiste, aunque sobre todo se resiste a ser él mismo lo que dijo acerca de los opinadores: «Un columnista es un reportero cansado». Aunque va a lo de la Griso y siempre parece un senador leído al que los focos le vuelven algo modosito.