Si me ven uno de estos días arrastrando maletas, carros, bolsas y objetos más o menos inverosímiles, no se asusten o se apiaden de mí con unas monedas (bueno, sí... bueno... ustedes verán). Mi familia y un servidor nos mudamos: salimos del Centro en el que hemos habitado cerca de diez años en busca de nuevos horizontes. No se trata de una huida obligadísima, como algunos desgraciados exilios de los que tengo conocimiento (fundamentalmente por descomunales subidas de alquiler), pero sí que hay algo de búsqueda de refugio tras un tiempo vivido en algo así como unas trincheras sin guerra.

En una de estas jornadas de correveytrae me di cuenta de una cosa en mi nuevo barrio (ojo, que es un sitio grande y populoso): era domingo al mediodía y estaba abierto lo que tenía que estar abierto y cerrado lo que tenía que estar cerrado; había conversaciones, silencio, grititos, silencio, coches, silencio. La vida, en definitiva, con sus pequeños picos de diversión y aburrimiento, y sus valles de naderías en medio. Se me había olvidado cómo era el electocardiograma de un barrio tras tantos años en este Centro que es torrente de ruido, almuerzos-meriendas-cenas-copas (restaurantes y bares abiertos non stop desde las 11.00 de la mañana o antes hasta las 2 de la madrugada) e hiperkinesia que jamás se detiene; un eterno priapismo que, claro, lo último que conduce es al placer.

Es muy difícil vivir en el Centro Histórico, y eso que a mí no me ha tocado un apartamento turístico al lado ni un casero de los del "no es nada personal, pero como de esto así que...". Mi agotamiento era de carácter más, digamos, emocional: la zona es ahora un decorado de colorines, movimiento y bulla, en que los malagueños, a fuerza de ser observados por los cruceristas, visitantes y viajeros de todo tipo y pelaje, hemos terminado creyéndonos en el papel de figurantes, de interpretarnos a nosotros mismos. Luego y está, admitámoslo, la envidia, y de la clase menos sana de todas: cuántos veces habré caminado por las calles del Centro, abotargado con problemas y desastres varios, mientras a mi alrededor, todos los guiris en pantaloncitos cortos y rojos como gambas y con la única preocupación de encontrar un restaurante bueno, bonito y barato. Vivir al lado de gente de vacaciones que se lo está pasando de escándalo (en sus países, a la vuelta les esperarán los dramas y los dilemas) se hace muy cuesta arriba, se lo aseguro.

A veces, uno se proponía la ilusión de que vivía en un barrio normal y corriente y charlaba con el gran Julián, el cartero de mi zona (¡te echaré de menos!), o los siempre amables y diligentes repartidores de Seur, tan preocupados por no interrumpir las siestas de mi hijo cuando era sólo un bebé. Eran pequeños momentos de vida (forzados y sobredimensionados), cosas a las que agarrarte en medio del trasiego inagotable de trolleys, patinetes y sus portadores, en busca de no sé qué, abarrotando cualquier día de la semana las calles Granada, Santa María o las que sea... Siempre distintos, pero siempre, al final, los mismos, siempre nadies. Hoy mi familia y yo, cansados y aburridos, nos salimos de ese río que fluye a un ritmo sintético, antinatural, que ahoga.

Ánimo a los que se quedan por aquí, guerrilleros que pueden resultar recalcitrantes al que no sufra lo que sufren ellos (porque si leen artículos que hablan sobre cómo ha progresado el Centro de Málaga, la legalísima y respetable gentrificación y qué bien que existan los apartamentos turísticos, ténganlo claro: los que los han escrito no viven en el Centro, ni de coña, sino que analizan la situación con preclaridad desde horizontes más cómodos). Es fácil caer en el calamardismo, en ser el gruñón del barrio cuando sientes, y con razón, que eso que se llama los poderes fácticos quieren largarte de tu sitio cuanto antes mejor, así que ténganles paciencia y escúchenles. Nosotros, mi familia y yo, ya hemos tenido suficiente de esta especie de expropiación emocional y nos vamos. Con la ilusión de que, de tanto en tanto, diremos: "Oye, ¿por qué no bajamos hoy al Centro?". Sin rencor, sin nostalgia, el Centro y yo nos reencontraremos con la satisfacción de que estamos mejor, mucho mejor, el uno sin el otro.