¡Qué no, hombre, que la tabla es la que manda!... Este marzo no era frío, pero sus helores cortaban como los del 18 y anteriores. Los cristales blindados del despacho no impedían que la tozuda realidad congelara hasta doler la lujuriosa paz presidencial. Pérez, entre autopistas y aeropuertos presupuestados, resistía agónico las insultantes portadas de los periódicos. El Madrid era una marioneta en manos ineptas porque el Barça, más que mojarle, le babeaba la oreja un año más con inalcanzables puntos por encima. Y su duende esclavo, antaño merengón a secas, le susurró al oído: ¡Zizú! ¡Y lo que haga falta!, refunfuñó don Florentino, apartando de un manotazo su numérico cuadro de mandos.

Mientras, poco abrigado, Zinedine visitaba su antiguo barrio marsellés entre saludos y parabienes de antiguos vecinos del brazo de su españolaza mujer, y le sonó el móvil; era Florentino, y no la primera vez. Pestañeó Véronique, sabiendo que su esposo más que amantes tenía pretendiente maduro, y el oriundo argelino, prudente, se hizo el sueco. El tiempo es infinito cuando dos íntimos conocen desde la complicidad sus rescoldos y querencias. Y la insistente melodía telefonera se hartó de sonar. Pero al día siguiente la decisión estaba tomada: sí, pero no de «mandao», proclamó él. Y tenemos hijos, le apostilló ella.

Poco después, Cristiano rumiaba en la nebulosa Turín lo que diría el mundo cuando ganara otra Champions sin el blanco nuclear del Bernabéu. Alguien lloraría desesperado. ¡Qué gozó!, ensoñó. Pero en tal duermevela, esa misma nefasta madrugada, su elfo de cabecera le avivó los sesos: no solo no tocaba este año, sino que su eterno rival, el argentino menudo -su maldito Messi-, brillaría como nunca. Entonces, desde la ira más templada hizo de nanas parangón y se juró acabar la Champions y la Serie A en olor de multitudes. Como siempre, la profesionalidad ante todo. No debía dejar dudas por los arduos caminos emocionales de la imperial Italia.

Cristiano, Zidane y Pérez, cada cual desde sus laureadas testas, a lo suyo. El luso, otra liga y otra máxima distinción goleadora para mantenerse en el candelero; el francés, manga ancha para hacer un Madrid a su medida, quinientos millones mediante, y a su hijo portero de postín; y a Pérez, la vuelta del Moro agostaba la pesadilla de no acabar en la poltrona su mausoleo madrileño en plena Castellana antes del inevitable paso atrás. Cuestiones de objetivos y vanidades.

Al final, con el Barça campeón liguero pero sin el triplete, Messi tiene a mano encumbrarse tras su generación. La de Ronaldo y compañía será pasado mientras él elevará a los altares su sexto balón de oro. El mejor de la historia es inversamente proporcional a su físico. El más grande. ¡Qué suerte haberlo disfrutado!, diremos. Cuando cuelgue las botas, el fútbol seguirá jugándose fuerte, bronco y hasta veloz con asomos extracorpóreos a ras de césped, pero sin flotar. Solo levitará en Barcelona, España y en todos sitios, también, su recuerdo.

Cristiano, Zizú y Pérez muñen un futuro más corto que su inmediatez. El portugués rueda ya cuesta abajo. El francés tendrá suerte si se come el turrón, que es dudoso con la oscura papeleta de avivar un club al que espera una larga travesía desértica. Y Pérez vive sin vivir en él mientras cavila sucesor entre planos galácticos de acero y aluminio porque las apetencias deportivas le quedan ya lejos. Tan demasiado lejos como varios años para enhebrar otro equipo campeón. Es ley de vida, la suya y la de sus imberbes fichajes porque quinientos millones solo servirán para ir tirando.

Aunque siempre le quedará París. Un sueño bonito. ¿Pero, y si le sonara de nuevo la flauta? ¿Se imaginan un 'Bernabéu Qatar' y Mbappé y Neymar por Chamartín? ¡Atentos! El viejo zorro duerme ya poco.