La pasada semana tuvo lugar Malagráfica, un encuentro anual de dibujantes urbanos que ya va por su quinta edición y que reunió en a varias decenas de apasionados del urbansketching venidos de todos los puntos de la geografía nacional y, algunos, desde otros países. Quienes lo practicamos - yo lo hago, apasionada y desastrosamente, pero con el tesón de un meritorio - intentamos plasmar, en forma de dibujo rápido, lugares y momentos vivos, buscando una instantánea, un fogonazo de la realidad de la ciudad.

Y, perdónenme la sinceridad, yo no estoy muy contento con la realidad de esta ciudad, por lo que esperaba una avalancha de quejas, añoranzas de otras Málagas vividas, un cahier de doleances sobre masificación turística, pérdida de la identidad, incomodidad e intrascendencia por haber apostado por lo decorativo sacrificando el alma viva de la ciudad.

Pero no. Una compañera de Madrid, vecina de Malasaña desde hace treinta años, se recreaba en el ambientazo que tenía la ciudad y lo limpia que estaba, comparada con su ciudad, tomada por los turistas masificados y los apartamentos turísticos. Ella se alojaba en uno aquí durante los cuatro días de su estancia. Un matrimonio de Almería afirmaba lo bien que se tapea por el Centro. Dos treintañeros de Barcelona - que se habían pillado el apartamento más allá de La Goleta - alucinaban con los precios baratos, con los desayunos populares y con las terrazas de vistas panorámicas. Podría seguir con más nacionales y extranjeros, pero les resumo: ni una adversativa, ni un reproche, salvo para sus propias ciudades, en las que veían precisamente lo que yo veo en la mia.

Lo sé. Ellos no viven aquí, sino allá donde corresponda, donde también tendrán a su gerontócrata con sus ocurrencias y sus calles sucias. Pero no me hubiera importado ver a mi Málaga con esa mirada de turista, aunque fuera unos días, desde el otro lado del espejo.