Las personitas que ya comienzan a transitar por el lateral sur de la Alameda Principal se preguntan, incrédulos: pero, la sombra, ¿por qué está ahí? Mientras el tráfico rodado circula bajo el dosel protector de los grandes ficus, los homínidos quedan expuestos a un sol que en estas fechas del año ya es insoportable; torrados por la radiación del astro rey, cegados por su luz. El peatón está tentado de pensar que se trata de una muestra de refinado sadismo por parte de los redactores del proyecto; baja los ojos deslumbrado por la claridad que llega desde el cénit solo para alzarlos después, deslumbrado esta vez por el reflejo de los rayos solares en el pavimento de un mármol crema cuyas canteras deben de mostrar síntomas de agotamiento tras cubrir Alcazabilla, Merced, Larios, Paseo del Parque y medio Ensanche de Heredia. No, soy un mal pensado, se dice a continuación; es una cuestión de simple jerarquía. Los rasgos que definen este proyecto tan solo dejan traslucir las prioridades municipales, a quién tiene en mente el Ayuntamiento cuando redacta un proyecto. Sentado en uno de los flamantes corsés de hormigón armado que ahora lucen los árboles de este espacio, se enjuga el sudor para incorporarse y proseguir su ruta. Qué hipnótica resulta la imagen de las copas de los ficus reflejada en los parabrisas de los coches que pasan zumbando bajo ellas, piensa.

Algo más allá, el primer hostelero ha comenzado la colonización del espacio baldío; preocupado por el bienestar de su clientela, es previsible que pronto consolide el terreno conquistado mediante la instalación de unas sombrillas que (con el tiempo) se transformarán en un invernadero de plástico, tornando así lo baldío en productivo.

Eso sí, está bonito. Que luego dicen mis lectores: ya está el quejica.