Anders Holch Povlsen no existía más que para su familia. Nadie sabía, excepto su banco, sobre su fortuna de 7.000 millones de euros. Ni que procedía de la ropa marca Vero, Only o Jack&Jones. Los productos de Bestseller, la compañía que las englobaba y le permitía ser anónimo y feliz. Un rostro sin el cuché de las revistas de los romances ni los photocall de las fiestas benéficas o de la cultura con esmoquin y esmeraldas. El hombre más rico de Dinamarca que podía beberse una cerveza en un parque a media mañana o acudir a un partido de baloncesto o de tenis, sin que una cazador fotográfico le disparase de lejos con zoom de precisión o a bocajarro con un móvil de clase media. Así era feliz, y su vida diaria un mundo sencillo. Sólo la muerte se burló de su intimidad. Le bastaron tres zarpazos, en el atentado de Sri Lanka del pasado Domingo de Pascua, para cobrarse la vida de tres de sus hijos de entre 5 y 15 años. Sus nombres no importan. Pertenecen a esa intimidad de nuestro artículo 18 B cuya esfera privada hacemos rodar a diario en la mitad del mundo civilizado del espectáculo. Ese gran mercado del final de una civilización, sin tiempo para reflexionar y en la que, como advirtió José Saramago, se ha impuesto el impudor que nos ha convencido de que la privacidad no existe. Unas veces es voluntad nuestra, y en ocasiones son los hábitos sociales y el poder de lo tecnológico los que se encargan de vulnerarla, y de que todos los rostros sean el mismo rostro multiplicando su vacuidad en las redes.

Defender la intimidad no es difícil. Lo han hecho en estos días los padres de la joven Natalia Sánchez Uribe desaparecida en Paris -y afortunadamente hallada con vida cuando ya pensábamos en otra víctima con su posible cadáver imposible de encontrar- al pedir enseguida que se respetase su intimidad y que no se difundiesen datos o imágenes de sus redes sociales y que se evitasen hipótesis o especulaciones gratuitas. Esperan que así continúe siendo mientras se resuelve lo qué pasó. Esto debería ser lo normal. Lo que interesa es saber que está viva y saber lo que ha sucedido sólo le incumbe a su familia. Romper su privacidad no ayuda a los suyos, y a la investigación policial tampoco. Una lección ética dirigida principalmente a ese periodismo que sustenta su éxito en poner foco sobre la tragedia y al suspense, al mercadeo de informaciones a pie del desenlace del drama. El hartazgo de esta representación lo produjo en Málaga el excesivo despliegue de las cadenas televisivas, durante el rescate del niño Julen, en aquel campamento de emociones al minuto en prime time. Los shares de audiencia compitiendo por lo que luego se traduce en más publicidad. Su coartada es que el espectador lo demanda. Doy fe. Colaboré en un programa televisivo en el que el éxito dependía, más que del rigor informativo, la prudencia y la seriedad, del morbo, de la emoción a flor del pie, de la capacidad comunicativa del espectáculo y de la primicia que sólo causa sufrimiento. Le ha ocurrido estos días a los padres de Laura Luelmo, la joven zamorana asesinada presuntamente por Bernardo Montoya en El Campillo (Huelva) el pasado mes de diciembre, que han remitido un fax a la Fiscalía de Huelva solicitando «ayuda y protección» ante las filtraciones del sumario de su hija que se están realizando a la prensa.

La intimidad tiene marketing y rentabilidad. La explotan desde el siglo pasado los programas en los que desnudan infidelidades, divorcios, la sexualidad consumada. Unas veces con fotografías filtradas de las que se ignora por qué, cómo y para quién pudieron ser tomadas. Y otras con testimonios propios cuyo único polígrafo es una chequera. Una intimidad pública que convirtió a Belén Esteban en la princesa del pueblo. Y que igualmente consumen, pero con supuestamente más clase, la gente culta que llena las salas en las que Alberto Marengo, el argentino que más sabe Leonardo Da Vinci, desvela que en sus últimos minutos abrió los ojos y los dirigió «a su amada anónima, su Lisa. Colgando desde la pared opuesta al lecho, estaba La Gioconda, que deja escapar imperceptibles lágrimas que solamente ella y el Maestro pueden ver y sentir. A las tres y media de la tarde del 2 de mayo de 1519, Leonardo Da Vinci exhala su último suspiro, muriendo a consecuencia de un último ataque de apoplejía». El relato de un tipo inmortal que anda por medio mundo dando crónica informativa de la vida, detalles y secretos del creador de «La última cena» con motivo de los 500 años de su muerte.

Hacer de lo que no se conoce una expectación y un negocio de emociones es lo que rodea desde hace décadas a Federico García Lorca, de quién muchos dijeron, dudo que gratuitamente, haber compartido el último cigarrillo o el último padrenuestro del poeta. Incluso la muerte se vende en primera plana, a no ser que el deceso o su trámite se hayan blindado. Igual que hizo, a raíz de la gravedad de su ictus, la familia de ese último gran estadista y político de talla y reconocida discreción que fue Rubalcaba, y que más huérfano de elegancia e inteligencia deja nuestro arenoso ruedo político. Aún así la parca tiene su protagonismo artístico frente a la conveniencia de lo privado. Wim Wenders hizo un impresionante documental, Relámpago sobre el agua, acerca de los últimos dolorosos días de su suegro Nicholas Ray. Y Annie Leieibovitz un libro con las imágenes de las sucesivas hospitalizaciones de su pareja Susan Sontag, que batalló contra el cáncer, hasta la fotografía de su muerte.

Lo íntimo si público parece tener más valor. Nos lo enseñó Luis Miguel Dominguín al dejar en el lecho el deseo de Ava Gardner para ir a contar su encame de piel. Lo mismo que parece tenerlo el que Angelina Jolie o Beckham difundan la generosa solidaridad de sus donaciones millonarias para buenas causas, cuando podrían hacerlo sin que nadie lo supiese. Lo confidencial no vende en un mundo que, como afirma Jonathan Franzen, no soporta la mera noción de estar callado ni la defensa de la soledad justa en la que poder ser, al margen de lo anecdótico de lo público, y gozar de la inmunidad del conocimiento y el disfrute de la privacidad. Ese fue el empeño de J.D. Salinger, el novelista del que se han cumplido los cien años de su nacimiento, mitificado por su empeño en la anónima soledad en la que se refugió para escribir y que asediaron fotógrafos y periodistas, importunándolo a él y a su familia. Tras la muerte, el acoso continuó, llevado a cabo por oportunistas que no tuvieron el menor escrúpulo en suplir la falta de información fehaciente con toda suerte de detalles disparatados que agigantaban el mito, y, en palabras de Eduardo lago, manipular a un público sediento de leer más obras suyas, que se prestaba a dar crédito a todo tipo de patrañas.

Nadie es mi nombre. Se lo dijo Ulises a Polifemo para preservar del peligro su identidad, la de su empresa y la de sus hombres. No se fiaba de los dioses del Olimpo espías tramposos del destino. Hoy, en cambio, aquel cíclope lo abarca todo con su mirada de pez en diafragma. Nos descubre y nos descifra la intimidad cada vez que tecleamos una palabra en internet; si operamos en un cajero automático; cuando leemos la prensa en el móvil o nos asomamos a las redes donde el yo privado se ha convertido en un yo autor visible, público y orientado a los demás, igual que un personaje real y mutante en una sociedad hiper conectada, como explica Paula Sibila en su libro La intimidad como espectáculo. Ni siquiera el silencio está a salvo porque también se detecta, se interpreta y se convierte en data. Ahora son los programas, aunque antes siempre hubo inteligencias capaces de hacerlo. Borges fue uno de ellos. Al maestro le preguntaron acerca de cómo sabría si Italo Calvino, su visitante habitual durante una época en la que sólo escuchaba hablar al argentino, se habría ido y no estuviese callado frente a él. Lo sabría por su silencio.-respondió el mago del Aleph. Tal vez por eso, la única intimidad que nos queda sea la imaginación en la que nadie sabe qué somos, cómo ni dónde sucedemos.