Los heraldos se han disfrazado de enterradores, pero el partido no está acabado. Las encuestas diagnostican un PP en estado terminal pero no terminado, la segunda vuelta del 26M autoriza a mantener la expectación, hundidas las expectativas. Al PP le queda la energía residual para vivir del empeño de sus recuerdos gloriosos, pero ya Vilallonga demostró que la nostalgia es un error. El ensimismamiento melancólico entorpece la obligada refundación de la derecha, inevitable en cuanto las idas y venidas agoten la elasticidad del partido matriz del conservadurismo español.

La formación que sustituya al PP, con o sin cambio de denominación, no debe obsesionarse con su posición geométrica en el eje del centroderecha. Tampoco ha de distanciarse con estrépito de la ultraderecha que cobijó con éxito, le basta con alejarse de la histeria. El batacazo ha sido tan desconsiderado que a Casado le costó asimilarlo. Por fin se le han caído los 66 diputados encima, una cifra inferior a la conquistada por Podemos en las dos últimas legislaturas.

La desoladora estampa del PP adquirirá visibilidad con la constitución de las cámaras. El partido que selló la última mayoría absolutista de las leyes mordaza, disfruta ahora de una minoría absoluta en Congreso y Senado. Ha de ser tomado en consideración, pero antes por respeto a la edad que por sus prestaciones. Se ve condenado a lo circunstancial, cuando solo fue entrenado para pecar de sustancial. Y si el remedio para Casado es un Núñez Feijóo que censura a sus compañeros pero se autoexcluye, el siguiente eslabón hereditario puede devolver a Álvarez Cascos.

La caída del PP es más significativa que la relativa recuperación del PSOE, aunque el protagonismo mediático se reserve a los ganadores. En especial, cuando provienen de una catarsis que la derecha sigue exorcizando. Los socialistas no se tranquilizaron pensando que Podemos era un hijo pródigo, que volvería al redil tras el viaje iniciático, sin más pretensiones que una vicepresidencia. En cambio, los conservadores se consideran los orgullosos mentores de Ciudadanos y Vox, en la estela del plan delirante diseñado por José María Aznar, y que hasta la fecha solo ha funcionado en Andalucía. A falta de conocer el veredicto del 26M, los populares confundieron la excepción con la ley. Subestimaron a su público, le ofrecieron un espectáculo indigno de las televisiones de Berlusconi.

En la semana de las remontadas del Tottenham ante el Ajax y del Liverpool frente al Barça, no debe relativizarse la importancia de las segundas vueltas. La política nunca fue menos caprichosa que el fútbol. Sin embargo, la supervivencia exige una combatividad ausente hoy en los actos del PP. La inexplicable continuidad de Casado es la mejor noticia para sus rivales. Si hubiera desaparecido de escena en la noche del 28A, como era su obligación, ya nadie le recordaría. Ni siquiera sería entrevistado en la televisión de madrugada. Sin embargo, la derecha prefiere las involuciones a las revoluciones, sigue fascinada por la parálisis de ojos húmedos que desplegaba el impávido Rajoy.

El papel de albacea testamentario de Casado es tan anodino que ni siquiera cabe culparle del estruendoso hundimiento a medias del PP. Para entender la agonía actual, la sensatez obliga a enfocar la mirada hacia Rajoy, Aznar, Cospedal o Aguirre. Se preocuparon más de sus propias obsesiones que de conectar con su electorado. Por mucho que le cueste entenderlo a los ortodoxos de ambos bandos, el peso actual del aznarismo y el felipismo se aproxima a cero. Siendo generosos.

El pasado lunes, la primera palabra de dos periódicos tan distantes como El País y El Mundo era «Sánchez». Sin ningún acontecimiento que justificara esa elección compartida. El pasado martes, «Sánchez» volvía a aparecer en la primera línea de ambas cabeceras, ahora como anfitrión y casi protector de Casado. La astucia consiste en elevar a jefe de la oposición al más débil de los rivales, para que tenga que defenderse de las dentelladas de sus pares en lugar de amenazar el trono.

Silenciosamente, bajo la especie de que la participación electoral se sigue canalizando a través de organizaciones políticas conforme a la Constitución, el partido en general se ha acabado. Florecen los líderes unipersonales. Sánchez no ha recuperado la cima del PSOE, sino que ha apartado al socialismo para imponer su personalidad de vengativo conde de Montecristo. El mismo fenómeno se presenta con Manuela Carmena, que ha diluido su comunismo hasta convertirse en la suegra que todos los españoles desearían tener. Con más magulladuras, también Ada Colau sobrevive al collage perpetuo que un día se llamó Podemos. Y en la encuesta del CIS solo hay una comunidad que se resiste al auge del PSOE y al dualismo. En efecto, la Cantabria de Miguel Ángel Revilla, populista de centro.