El movimiento social de protesta de los «chalecos amarillos» contra las medidas políticas y fiscales del presidente francés, Emmanuel Macron, es un maremágnum ideológico y de intereses en el que han intentado muchas veces pescar toda laya de populistas y demagogos.

Si hay una cosa clara pese a esa indefinición ideológica es el común rechazo de las elites, y resulta significativo que, en respuesta, el presidente haya propuesto eliminar precisamente la escuela en la que se forjan muchos de los gobernantes franceses y de la que él mismo ha salido: la famosa ENA, Escuela Nacional de Administración.

Las reivindicaciones expresadas por los «chalecos amarillos» en sus periódicas manifestaciones divergen muchas veces, y ello tiene que ver en parte con el lugar dónde viven unos y otros: así, quienes habitan el medio rural reclaman ante todo la mejora de los servicios públicos, lo que quiere decir «más Estado».

Es una reivindicación totalmente justificada si se tienen cuenta los recortes aplicados, no sólo en Francia, sino en toda Europa, a ese tipo de servicios durante la crisis y como consecuencia directa de unas privatizaciones que sólo buscan el valor para el accionista en lugar del beneficio del ciudadano.

Por el contrario, la frustración de quienes habitan en la periferia de las ciudades tiene más bien que ver con la presión fiscal, sobre todo la que grava el carburante que necesitan para sus desplazamientos. La suya es la sempiterna reclamación de las clases medias: menos impuestos y menos Estado.

También hay demandas compartidas por unos y otros que circulan por las redes sociales como el aumento del poder adquisitivo, la elevación del salario mínimo, el adelanto de la edad de jubilación o la reintroducción del impuesto que grava el patrimonio.

Como señala el sociólogo alemán Steffen Vogel (1), pese a lo que gritan algunos en sus ruidosas manifestaciones como 'Muerte a los ricos' o 'Temblad, dinosaurios capitalistas', los «chalecos amarillos» no cuestionan el sistema sino que expresan sólo la frustración por la política y su disgusto por lo que perciben como una profunda injusticia.

Pero Macron no puede atender la mayor parte de esas demandas porque se resentiría la imagen que trata de proyectar de «reformista» de la «anquilosada» economía: su programa, del que en ningún caso va a renegar, se basa en estímulos para el sector privado, mayor flexibilidad laboral, bajada de impuestos y, por supuesto, privatizaciones: es decir, el clásico programa neoliberal.

Entre los «chalecos amarillos» hay neofascistas y anarquistas más o menos organizados, que no reniegan de la violencia y que son, como suele ocurrir en esos casos, los que más han hecho para el desprestigio del movimiento entre muchos ciudadanos, sobre todo los urbanitas.

Pero incluso la parte de ese movimiento no organizada políticamente rechaza por principio cualquier forma de representación, desconfía por igual del Gobierno, de los partidos o los sindicatos e insulta en ocasiones a la prensa cuando ésta acude a cubrir sus manifestaciones, como hace la derecha trumpista en Estados Unidos .

Resulta a ese respecto significativo contra qué tipo de símbolos se ha dirigido la violencia de algunos «chalecos amarillos»: por ejemplo, las estatuas de Marianne, que representa a la República francesa y los valores de «libertad, igualdad, fraternidad» que encarna.

Un fenómeno preocupante de la evolución de los «chalecos amarillos» es su deriva antiliberal, reflejada en el hecho de que, según una encuesta, un 71 por ciento de los simpatizantes del movimiento consideraran el Islam una amenaza para Francia.

Muchos de ellos creen además ciertas teorías conspirativas de extrema derecha que circulan en Francia y otras partes según las cuales las 'elites' europeas persiguen el objetivo de reemplazar a los nacionales por 'inmigrantes' del credo de Mahoma.

La confusión ideológica del movimiento - no escuchamos tampoco que tenga preocupación por el medio ambiente- hace que traten de pescar en sus aguas desde la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, de ultraderecha, hasta la Francia Insumisa, de Jean-Luc Mélenchon, partido de la izquierda populista, que, sin embargo, se ha visto rechazado más de una vez por los manifestantes.

Como explica el ecosocialista Benoit Hamon: «Mientras Mélenchon habla, Le Pen cosecha».

(1) En un artículo publicado en las Blätter der deutsche und internationale Politik