La muerte del exministro y ex secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, ha causado una gran conmoción en la sociedad española. Más allá de su moderación, su altísima oratoria, su sagacidad e inteligencia políticas o los innumerables servicios que ha brindado al Estado este cántabro amante de Amaral y profesor de Química, me ha llamado la atención la reacción de los españoles: salvo los de siempre, casi todo los profesionales de la política, de una trinchera u otra, han alabado lo gigantesco de su figura y su contribución a la democracia española, sobre todo gracias a su talante moderado y dialogante, aunque era capaz de morder cuando la situación lo requería. No obstante, el periodista Carlos Sánchez lo ha tildado en más de una ocasión de 'nuestro Fouché particular'. Españoles de las dos orillas políticas han pasado por su capilla ardiente para rendirle un homenaje, Rajoy escribió una necrológica a la altura de quien fue jefe de Gobierno, elogiosa y brillante y los expresidentes González y Zapatero, visiblemente afectados, han resaltado las tragaderas de uno de los mejores parlamentarios de los siglos XX y XXI, con el permiso de Azaña, Largo Caballero y Julián Besteiro. Digo todo esto porque la reacción unánime ha sido de reconocimiento a una figura central en la democracia española y los partidos, ahora reunidos en dos bloques, uno azul y otro rojo como antaño, han estado a la altura, dejando por unos días el fuego cruzado de artillería. La moderación fue el gran regalo de una Transición: ahora que hemos despedido a uno de sus hijos, que no fue protagonista central de la misma pero sí es heredero de aquella, tal vez sería hora de que algunos de los nuevos líderes políticos comprendieran la importancia de hacer política sin tratar de polarizar a los españoles, cosiendo más que desuniendo y con altura de miras, sin tener que dilapidar la concordia que tanto nos costó alcanzar tras cuarenta años de sacristía y cuartel y un cambio de régimen que ahora ve cómo sus herederos ideológicos vuelven a llamar a las puertas del país con la réplica de esa extrema izquierda irresponsable que lidera Pablo Iglesias, ahora más centrado. Tensionó a la sociedad la idea de desenterrar a Franco para meterlo ahora no sé dónde y me escandalizó escuchar que el jefe del Gobierno español barajaba desunir a la derecha primando a Vox; me preocupó aún más que Pablo Casado, un tipo que tiene pinta de haberse encontrado el camino ya hecho desde su cómoda cuna, llevara al PP de Rajoy y Soraya, heredera natural del primero, al campo de minas en el que Vox quiere meter al país para pescar los votos de los más exaltados. Me repugna el nacionalismo rampante y la xenofobia de la que hacen gala sus dirigentes en la primera oportunidad que tiene, cómo este país deja el relato en manos de los otros, cavando, un verano tras otro, en la fosa común de la leyenda negra. Y no, parece que no hay final. Lo hemos visto en las últimas elecciones, una vez que ya se ha producido ese relevo generacional entre políticos de la Transición y los nuevos, los de mi edad, los que habían de reformar el sistema y sólo han demostrado la suprema irresponsabilidad con la que han forjado sus carreras a costa de medrar en la partitocracia que nos aqueja. Nadie, ni siquiera Iglesias, es capaz de comprender la importancia del legado del 15M, un grito de juventud y liberad que exigió reformas certeras y urgentes, un mensaje que fue convertido en crispación y decepción por parte de unos y otros. Nadie cose, todos desunen. Pilar Urbano, en una entrevista a este periódico, pidió para el país a un gran componedor. Hoy, habría que añadir: o componedora. Sea quien sea, a este país le sobran niños bien que nos digan cómo hemos de seguir adelante y le faltan dirigentes capaces de unirnos a todos en un proyecto de país.