Hay costumbres a las que nos desacostumbramos como si nada. De repente, de un año para otro, el encargado de organizarlo todo dice que se acabó. Y ya está. Que si ahora que apriete otro, que si la última vez hubo poco ambiente, que si esto o aquello. Así desaparecen acontecimientos que en otros tiempos eran capaces de movilizar a medio barrio.

En la España despoblada, como en reductos cual irreductible aldea gala en pleno dominio de las legiones romanas, ciertas costumbres sí que resisten. Que si la falta de alternativas de ocio, que si la tendencia a conservar lo de antaño como principal rasgo de identidad. El caso es que el otro día, en esto de ir de aldea en aldea para animar un guateque en plenas fiestas patronales, me reencontré con mi propia adolescencia.

El cartel en la plaza del pueblo anunciaba bien grande que la penúltima tarde de feria comenzaba con el partido de fútbol de «Solteros contra Casados». Y así pasaron por mi cabeza diapositivas de otra época, pero que de repente tomaban los colores de 2019. Sobre todo una vez que me adentré en la única taberna que quedaba en la localidad para poder reponer fuerzas.

Ya dentro discutían sobre la barra dos abuelos. El tabernero con gesto contrariado intentaba calmarlos al tiempo que yo daba las buenas tardes. Al fondo, en dos de las cuatro mesas del bar, sendas parejas de turistas andaban cada una a lo suyo. Lo mismo ni entendían una palabra de lo que en la misma barra aparentaba ser una tertulia política a tres bandas.

Mi presencia puso pausa publicitaria a los tertulianos, a la vez que el tabernero me daba la bienvenida. Opté por tomar el refrigerio como un tertuliano más, en el único taburete disponible, y así pude enriquecer mi conocimiento sobre la crónica previa al partido del año en la aldea. Entre otras peculiaridades, los abuelos me explicaron que los solteros acumulan cinco trofeos consecutivos y que en 2018 los casados estuvieron a punto de cortar esa racha. «Si no ganaron fue por culpa del cura», espetaba uno de mis interlocutores. Y así supe que el párroco guineano que desde la pasada década se encarga de ejercer su sacerdocio en el pueblo también ejerce de Mateu Lahoz. Si ya es difícil lo de intentar repartir justicia en el deporte rey, en un encuentro entre solteros contra casados la cosa se complica.

Sin asistentes en las bandas, ni las limitaciones de consumo de alcohol de los choques oficiales, la presión sobre el trencilla es superlativa. El año pasado se llegó al último minuto con empate a cero y justo en ese instante uno de los casados remató un saque de esquina con tanto ímpetu e infortunio que daría para una escena de Goya. «El pobre Miguel casi parte el poste, porque el balón iba tan cerrado que no tenía otra forma de rematar. Y encima el balón lo sacó el portero de los solteros cuando ya estaba dentro de la portería», agregaba el tabernero.

A Miguel se lo llevó la ambulancia, que tardó casi una hora en llegar desde el ambulatorio más próximo, con una brecha de las que hacen historia. Y en los penaltis ganaron otra vez los solteros. El cura no hizo declaraciones en caliente. Pero al día siguiente, durante la misa del domingo, apeló a que por el bien de todos los parroquianos no debería haber penaltis en estos casos. «Siempre empate y todos tan felices, ni ganadores ni vencidos», nos dijo Felisa que había explicado.

Hay costumbres a las que nos desacostumbramos como si nada. De repente he podido comprobar que la España despoblada mantiene partidos como los que de adolescente se convertían en el acontecimiento más multitudinario de las fiestas del pueblo. Pero no sólo eso. También mantiene a la gente de animada tertulia y ajena al teléfono. Incluso mucho más activa sin tener que recurrir al gimnasio, porque para acceder a la única zona con cobertura hay que subir al monte. Superar un desnivel de un centenar de metros aligera cuerpo y mente. Hasta el punto de decidir volver al pueblo sin haber reparado en sacar el móvil del bolsillo.