Salí a pescar. Tengo que hacerlo al menos una vez a la semana para almacenar víveres con que alimentarme. Esta zona del mar de Weddel por la que navego es bastante rica en merluza negra. Al regresar, encontré a un hombre que ocupaba la punta de mi iceberg. Le di la bienvenida y le ofrecí algo de pescado. No es frecuente recibir visitas en esta parte del mundo. Fue amable. Agradeció la hospitalidad y comimos juntos. Cuando terminó me dijo que le apetecía descansar y me pidió que me fuera lo antes posible. ¿Cómo voy a marcharme?, le dije, este es mi iceberg. Ya, ya, contestó con desgana, pero cuando yo he llegado estaba vacío y ahora soy yo quien vive aquí. Traté de explicarle que estaba en un lamentable error. Yo había salido a pescar, todas mis pertenencias estaban allí. Ya no, me dijo. Tuve que tirarlas al mar porque de otro modo no cabrían las mías. El suelo bajo mis pies había comenzado a descongelarse. Sentí unas irrefrenables ganas de empujar a aquel individuo por el acantilado, pero aún así me contuve. Reconduje el diálogo tratando de no romper el hielo que nos separaba. De pronto comenzó a gruñirme: ¡Si no te marchas, llamaré a la policía!

En la comisaría del continente helado me atendió un funcionario con menos frío que aburrimiento. Tras tomarme declaración, me explicó que no había nada que pudiera hacer. Si ese hombre puede demostrar que vive allí, no podemos echarle. Es la ley. ¡Pero si el iceberg es mío! Aquí tiene la escritura. El policía ojeó el libreto saltándose páginas y la arrojó al lado de la mesa que yo ocupaba. Tendrá que presentar una denuncia y esperar a que un juez nos autorice a desalojar a esa persona. ¿Y qué hago mientras tanto? El policía me miró con vehemencia: No lo sé, pero ni se le ocurra hacerle nada porque caerá sobre usted todo el hielo de la ley.

La ley es la espina dorsal de una civilización. La redactan aquellos a quienes votamos y la aplican los jueces. Muchas personas intervienen en ello. Personas con suficiente solvencia ética y jurídica para regular los procesos necesarios que organizan la ciudadanía. El problema de la ley es que funciona cuando se teme su incumplimiento. Aquellos que no tienen nada que temer, quedan exentos de los castigos previstos en ella.

La incapacidad de la justicia tiene mucho que ver con la falta de sentido común de la opinión pública. No saber identificar y diferenciar los sucesos, ocasiona el perjuicio precisamente de aquellos a quienes la ley pretende amparar.

Mafias organizadas recorren los páramos legales, okupando viviendas vacías y promociones a punto de ser habitadas para engañar con fraudulentos alquileres a los incautos que les empeñan su escasez. La policía no actúa sin que lo dicte un juez. Los jueces aplican la ley. La ley se enfanga en las trincheras de las interpretaciones. Y el ciudadano, que paga a los policías, que paga a los jueces y que paga a los que redactan las leyes, contempla con impotencia el desmoronamiento de su esfuerzo.

Recuperé mi iceberg un año y medio después. Lo encontré medio derretido y repleto de grietas que trato de reparar desde entonces. Supe que el tipo hacía meses que no vivía allí, pero aún así no pude entrar en mi iceberg porque me arriesgaba a una denuncia por coacciones castigado con una probable indemnización que mi modesta solvencia sí habría tenido que abonar. Desde entonces me he aficionado a pedir comida a domicilio. Ya no salgo a pescar.