El estudio de un pintor es un permanente cuadro en construcción. Un taller de goce y de conflicto en el que toda la imaginación cabe. Aquello que parte del oficio de lo figurativo y desde ahí se abstrae en tentaciones y posibilidades. Lo que nace en la cabeza, se ajusta o se despeina a partir de la mirada, de su intuición al ataque del trabajo y lo que va sucediendo en el cuadro. Ese borrador de muchos cuadros a cuyo alrededor siempre quedan las cicatrices del color y la exploración de lo creado. Sus esquirlas de óleo salpicadas por el suelo; los trapos manchados como espantapájaros muertos; las paletas de cromáticas mariposas disecadas; el tarro de aguarrás donde duermen las bocas sin aliento de los pinceles. Y el cuadro silencioso, a medias, borroso, a punto de eclosionar y en el que tarda en asentarse la improvisación del gesto de la mano en ángulos; el trazo maravilloso que va del estudio analítico al relámpago de lo espontáneo, del extravío y el equívoco al oficio técnico y al detalle de la solución que todo lo reinventa. Su propuesta plástica dejándose terminar por la metamorfosis que ocurre cuando todo se queda a solas en el campo de batalla de la tela. Allí, donde fueron o volverán a retarse los sentimientos del color; el simbolismo sensitivo de la abstracción; las figuraciones de la sensualidad; el vocabulario de los rostros del rostro; el expresionismo del drama, de un imaginario cultural o de un acontecimiento que desgarra y nos lleva a tomar posición; el lenguaje del espacio y de la luz con la tela metálica. De Kooning; Bacon: Freud; Michael Andrews; Picasso; Manuel Rivera.

El estudio de un pintor es el laboratorio donde cada obra es un combate imprevisible en el que el hecho pictórico tiene la última palabra. En mayo de 2018 visité, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, la exposición El taller del artista: una mirada desde los archivos fotográficos del Instituto del Patrimonio Cultural de España. Un centenar de fotografías desvelaba el común abigarramiento de objetos en cada uno de los gabinetes de creación: el del vanguardismo ordenado de Maruja Mallo; el estudio de Antonio García Mencía en el que reinaba una modelo desnuda de quietud blanca; aquel donde Antonio Pacheco en gabardina pintaba desenfadadamente a su altura un don Juan de esmoquin. Me pareció una colección de teatralidad definida en su mayoría por escenas demasiado perfectas en su sacralidad en torno al talento, a la fragilidad ante la búsqueda como hallazgo y como bloqueo. No había alma en aquellas imágenes porque carecían de intimidad plástica, de sudor personal, de creatividad derramándose en proceso, en caos o sin limpiar lo sucio que le confiere vida al arte.

No sé si lo primero o lo segundo es lo que quieren capturar ahora los nuevos turistas que, en su afán de fagocitar aquello que no ha sido consumido aún, se apuntan a la moda actual de entrar en los talleres de los artistas. Un éxito en el área parisina de Bellville con 120 Ateliers y 250 artistas abriendo sus puertas. También en Madrid donde hay que pedir cita en Aulas de Arte para tomar parte en las visitas guiadas y que en Málaga empieza a tener movimiento. Todo, salvo la muerte, se ha transformado en un suvenir para el ojo de paso ávido de autorretratos. No sé qué le parece a mis amigos artistas convertirse en una equis más dentro del circuito de esta querencia mutante del turismo cultural voraz de experiencias en vivo con cebo de coleccionismo. O si piensan que de ese modo favorecen una lógica comercialización de su trabajo, sujeto a los caprichos del mercado. Especialmente en estos tiempos en los que las administraciones adquieren menos arte, y una gran parte de los coleccionistas más preciados ponen a la venta lo que entendieron hace años como inversión de futuro. Aunque a mí lo que me gusta es visitar sus cenáculos y charlar en brindis sobre si es arte todo lo que se expone, acerca de su esencia como acto de rebeldía, de lo que debería ser o representar en una sociedad cambiante entre la incultura y las innovaciones tecnológicas.

El estudio de un pintor es su cámara de pensamiento. Su cabeza transformada en el espejo que representa su carácter, la manera en la que concibe y se relaciona con el arte y la intimidad en la que transforma sus ideas, sus manías, sus límites. Su habilidad para despertar los fragmentos de sí mismo volcados en la obra, o descubiertos a través de su indagación artística. Ningún accesorio es aleatorio. Todo es importante. La indumentaria laboral en mono, en ropa vieja encostrada de pintura rota o en cómodo pantalón corto: Chema Cobo en la amplitud blanca de una nave con el espacio en orden y la luz del norte como silencioso ayudante. Huele su estudio a Titán óleo y a trementina embozada por el humo del tabaco que se consume en un cenicero abarrotado de colillas con un solo instante entre los labios, mientras él con equilibrio zurdo frente al cuadro precisa una aclaración en la historia que cuenta con lo jocoso y el extrañamiento de su lenguaje sobre el yo, las máscaras sociales y las variantes de ver diferente lo que se ve.

Muy diferente es el hábitat en el que Rafael Alvarado, el pintor del que admiro su permanente manifiesto del arte de riqueza teórica, su viva pasión existencial y contagiosa indagación intelectual, acumula escayolas mudas, tubos desventrados en manojo, periódicos por el suelo, una irrompible radio de trinchera, frases escritas u objetos varios en las paredes a modo de exvotos, el caballete vacío y eje delante de una pared tatuada por las líneas de diferentes tamaños que escaparon de los cuadros que allí nacieron. Una alcoba de retratos terrosos; negros y verdes musgo jardines de ciudad. La poética social de una pintura del desasosiego, sin guarnición ni maquillaje, centrada en la tragedia de la inmigración y en cuyos cuadros Alvarado se sitúa entre el expresionismo dramático de Max Beckmann y la serie negra de Goya, con extraordinario dominio de las temperaturas del gris como desgarro de realidad y pesadilla beckettiana. También guarda en la habitación oscura la calidad expresiva de sus diálogos a lápiz con la fragilidad sostenida del dibujo y su encantamiento, o con el color al que le busca foco, emoción, psicología. Algunas de estas cualidades lo vinculan con su compañero de taller Fernando Robles, de un poderoso pincel de poética narrativa y cinematográfica, con su urdimbre entre la sutileza del dibujo y del collage como relato, y la textura de la pintura como intervención y piel definitiva de los relatos del relato en los que sus cuadros nos adentran.

Huele a tinta china recién hecha y a incienso el de Sebastián Navas, con columnas de libros perfectas, un jardín de frente que contribuye a la luz natural tridente este sur oeste en medio de un bodegón zen con pinceles de abanico naranja, máscaras y el papel aguardando la caligrafía del silencio, el haiku onírico, sensual y enigmático de paisajes con atmósferas que parecen a punto de desvanecerse. Equilibrado en su feminidad compartimentada y recogida es la habitación donde Charo Carrera crea nostalgias vegetales de mensajeras solitarias, libros supervivientes del fuego, huellas que se liberan, las texturas de un universo que huele a hierro, madera, terciopelo y oxidaciones. Arvo Pärt suena, lo mismo que el latido de la radio y las voces de la gente al otro de la puerta, en el taller de Ernst Kraft, con aroma a café, humo negro, y templada luz del oeste conversando con sus laberintos y geometrías abstractas como fronteras. Más aséptico y onírico, con ofensiva luz de flores libres y tinieblas escénicas es el hábitat donde Teté Vargas Machuca procrea con lápices, encajes, huesos, recuerdos rotos, inquietantes y hermosas narraciones figurativas. Por ellas, si fuesen renglones, correrían los personajes de bronce, papel encolado y alambre que llena su lagar plástico de olor pan tostado.

El estudio de un artista tiene que ser como un cuadro del que Rothko pensaba que debía ser un lugar donde el espectador pudiese vivir y escuchar la tragedia, el éxtasis y la transformación del arte. Un lugar mágico del que al salir cada uno, pudiese entrar en sí mismo.