Si nuestra cultura se asienta sobre los libros, nuestra educación debería hacerlo sobre la lectura. Curiosamente, en este caso, el conocimiento científico no entra en contradicción con la sabiduría de los clásicos: leer nos construye. El famoso informe PISA corrobora que el principal indicador de éxito académico de un alumno es el número de horas que ha pasado leyendo junto a sus padres antes de cumplir los cinco años. Lectura en voz alta, se entiende: de padres a hijos. En su clásico estudio Meaningful Differences, los profesores Betty Hart y Todd R. Risley documentaron los efectos que tenía la lectura en voz alta sobre el vocabulario de los niños, pero también sobre la sintaxis, la comprensión lectora -clave incluso para el aprendizaje de las matemáticas- y la curiosidad. La relación entre el músculo cultural de un país y su tasa lectora obedece a una lógica irrebatible, si pensamos que nuestra inteligencia en gran medida se expresa de forma lingüística. Dicho de otro modo: nuestro pensamiento no son sólo palabras, pero sin palabras no hay pensamiento.

Un libro publicado recientemente en los Estados Unidos, The Enchanted Hour, de Meghan Cox Gurdon, crítica de The Wall Street Journal, también subraya la importancia decisiva de la lectura en voz alta en el desarrollo intelectual, cultural y emocional de los niños. Cox Gurdon, que criticó con dureza hace unos años el sustrato excesivamente oscuro de la actual novela juvenil, acude a las neurociencias y a la psicología de la conducta para reivindicar los efectos benéficos a largo plazo de la literatura oral. Además de los ya conocidos, la autora destaca la conveniencia de proseguir con esta práctica más allá de la etapa que va de cero a cinco años. En la infancia se ponen los fundamentos de la lectura; sin embargo, más adelante -como puede confirmar cualquier padre, docente o bibliotecario- la presión de la tecnología dificulta la consolidación del hábito. En un mundo donde la atención resulta una virtud desconocida, leer en voz alta a un adolescente de forma cotidiana garantiza un periodo de tiempo exento de distracciones. No sólo eso -sostiene Cox Gurdon-, también cuenta el vínculo emocional que se mantiene con los hijos. La pedagogía de la escucha -como en ocasiones se ha tildado a la lectura en voz alta- resulta también una pedagogía del placer. «Nunca les leería a mis hijos -afirma la autora- libros que ellos van a leer por su cuenta, como Harry Potter». Se trata de ampliar su capacidad y de acercarse lenta y gradualmente a los grandes libros; es decir, a la literatura clásica, sea o no infantil o juvenil.

En España se publica mucho, pero se lee poco y mal. A medida que los alumnos pasan de curso, los cuentos de los hermanos Grimm van cediendo su lugar a novelas escritas por youtubers, relatos con base sociológica y -ya en la ESO- poco más que las lecturas obligatorias. Es un proceso de degradación que no se produce exactamente igual en otros países de nuestro entorno, como los anglosajones, los del norte de Europa o Francia. En este sentido, nos falta convertir la lectura en una auténtica política de Estado: una prioridad cultural, al igual que hay otra prioridad científica que responde a las exigencias industriales de la I+D. Es una labor que deben impulsar las distintas administraciones públicas, las bibliotecas y los colegios. Pero, en última instancia, es una labor que depende de todos y cada uno de nosotros, como casi todo lo valioso que sucede en la vida.