En uno de sus discursos más célebres, el presidente J. F. Kennedy habló del significado del arte y la ciencia en la historia de las naciones. Sin duda, Kennedy pensaba en su propio legado al frente de los Estados Unidos -fue él quien dio el gran impulso para viajar a la Luna- y en la huella que su generación y su país pretendían dejar en la humanidad. George Steiner en alguna ocasión ha recordado que la cultura americana es indisociable de su condición de arca europea, es decir, de gran biblioteca o museo de la cultura de nuestro continente. De ahí que su generosidad se vehicule a través de las grandes universidades, la vitalidad de sus bibliotecas y museos, la calidad indudable de su ciencia y la enorme abundancia de filántropos y mecenas. Sin ellos, de hecho, sería impensable ese horizonte de oportunidades que es propio de la sociedad americana y que, en ocasiones, se confunde con la ingenuidad: la fe en el futuro como un tiempo y un lugar mejor que el actual.

El mecenazgo no es, sin embargo, una característica exclusiva de los Estados Unidos: pertenece a la herencia europea y se desarrolló primero con la aristocracia y después con la burguesía. Como tantas otras cosas, el progreso de la cultura exige el brillo del dinero capaz de garantizar el ocio imprescindible para que aquella dé fruto. Hablo del arte (¿qué es una orquesta sin el número suficiente de ensayos o un filósofo sin el tiempo que requieren sus estudios?), pero podríamos referirnos a la investigación científica, a la calidad educativa, al servicio a los más necesitados o a la atención hacia los mayores y enfermos. Sin la generosidad -privada, pero también pública-, no se explicaría ese signo propio de nuestro tiempo que es el Estado del bienestar ni la enorme pluralidad de ideas y recursos que sólo el mecenazgo puede garantizar. El atraso secular de España se mide también por el fracaso de las elites a la hora de construir el bien común y por el curioso rechazo de una parte de la sociedad hacia la filantropía. Es el caso de la donación de Amancio Ortega -más de 200 millones de euros destinados a dotación tecnológica para el tratamiento del cáncer-, que fue recibida con uñas y dientes por la izquierda radical. Hace unos días, en un mitin celebrado en Palma, Pablo Iglesias volvía a repetir la misma idea: «No se puede consentir que la salud de nuestros hijos o de nuestros padres dependa de las limosnas de un multimillonario». Y, en efecto, así es: no se puede depender de ellas. Pero tampoco se pueden rechazar, porque la generosidad ensancha el espacio del bienestar y lo mejora.

La riqueza de una sociedad no consiste sólo en sus políticas públicas, sino en esa hermosa simbiosis que armoniza lo individual con lo colectivo. Si España contara con más empresas como Inditex, sería desde luego un país mucho más rico. Si nuestras elites contribuyeran en mayor medida al mecenazgo, disfrutaría además de un ecosistema de oportunidades mucho más variado: mayores recursos para becas e investigación; mejores bibliotecas, guarderías, residencias y centros de ayuda a la dependencia. El mecenazgo permitiría reforestar zonas áridas, excavar yacimientos arqueológicos o restaurar obras de arte. A la planificación racional que se espera del Estado, se añadiría la extravagancia del gusto propio, el cultivo incluso de la rareza. En realidad, un país desarrollado necesita más Ortegas y no menos, mayor generosidad unida al legítimo reconocimiento de la labor de los mecenas. También aquí, una vez más, conviene dejar de lado la demagogia del resentimiento que tanto nos daña.