Cuando los poco edificantes tiempos de la apoteosis del gilismo marbellí -aquel movimiento populista local, precursor de otros caudillajes de más calado (algunos de ellos transatlánticos) - mis convecinos marbellíes se quejaban del poco respeto que aquellos cleptócratas parecían tener por nuestros difuntos. Las más que desvalidas instalaciones del segundo camposanto de la famosa Marbella no dejaban de ofrecer un contraste doloroso con las de otros lugares de nuestro entorno. Con gobiernos locales más respetuosos con sus difuntos. Y por supuesto, más escrupulosos y exigentes con la administración de los caudales públicos. Recuerdo con vergüenza aquella gigantesca hormigonera que se cernía (como un Moloch herrumboso y obsceno) sobre aquel indefenso pequeño cementerio, varado en el camino de Ojén.

El pasado sábado me llamó la atención en estas mismas páginas uno de los brillantes artículos del maestro Alfonso Vázquez. Había descubierto un texto traducido del inglés por su ilustre tocayo, el eminente jurista malagueño y ejemplar hombre de letras que fue don Alfonso Canales. Fue publicado el artículo en 1970 en la revista Gibralfaro. Estuvo dedicado a la visita a Málaga del reverendo Thomas Debary, clérigo de la Iglesia de Inglaterra. El ilustre eclesiástico anglicano, con serios problemas de salud y atraído por la bondad de nuestro clima recaló en Málaga en 1849. Se alojó en la magnificent Fonda de la Alameda. Es obvio que Málaga fue para él una ciudad providencial en todos los sentidos. Incluso en los relativos a los cuidados que exigían su frágil salud o los lugares dedicados por la ciudad al descanso eterno de sus vecinos. Para él, las Hermanas de la Caridad malagueñas superaban a las mejores enfermeras londinenses. En cuanto el cementerio de San Miguel, el cementerio «español» de la hospitalaria ciudad, lo ponía como ejemplo frente al flamante cementerio protestante de Málaga, inaugurado hacía poco tiempo. En palabras del reverendo, "los españoles están más adelantados" que sus compatriotas británicos. Y esto hacía que incluso en Málaga «la muerte pareciera tener un tinte de alegría».

Muy de agradecer son las palabras de aquel primigenio turista de tiempos muy lejanos. También visitó el reverendo Debary Sevilla y las Islas Canarias y especialmente Tenerife. Lugares a los que también se refirió en una crónica el agradecido clérigo anglicano; con un afecto muy cercano al que obviamente sentía por las tierras y las gentes de Málaga.

Palabras que me recuerdan las de otro maestro, el germanista triestino Claudio Magris. Uno de los gigantes de la literatura europea contemporánea. Ha sido una feliz coincidencia el encontrarme esta mañana con unos espléndidos párrafos suyos bajo este epígrafe: «Cementerios en el camino». Forman parte de un muy admirado libro suyo: «El Danubio». Obra a la que la crítica se refirió entonces como un nuevo género, "a caballo entre la novela y el ensayo, la historia cultural y el libro de viajes."

De él cito: «Hay un poema de Novomeský dedicado a un cementerio eslovaco. En muchos pueblos, entre las montañas, los cementerios no tienen tapia o la que tienen es casi imperceptible, están abiertos y se extienden por las hierbas del prado, corren a lo largo de la carretera, como en Matiasovce, hacia la frontera polaca, o se encuentran al principio del pueblo, como un jardín ante la puerta de la casa. Esos cementerios carentes de tristeza explican cuán engañoso y supersticioso es el miedo a la muerte».