En estos días que corren, al fallecimiento de una persona de relevancia en el mundo de la cultura o de las artes suele seguir una cansina repetición de muestras de dolor más o menos sinceras en las redes sociales; la muerte del artista bávaro-malagueño Stefan von Reiswitz ha pasado, en cambio, extrañamente desapercibida para el público general. Y seguramente con pocos estamos tan en deuda como con él; lo que ocurre es que su legado es más sutil, aunque de mayor calado.

Verán: los niños malagueños actuales no cabalgan ya a lomos del burrito Platero de Pimentel, su montura es ahora el unicornio de Stefan. Toda una generación de ellos ha crecido expuesta a su influencia fantástica, asimilando el bestiario entrañable de nuestro creador como parte de su paisaje cotidiano, entre juegos que han tenido el Parque del oeste como escenario.

Miles de manitas se han familiarizado con la textura del bronce tras acariciar el lomo de sus criaturas; de esta manera tan lúdica como poco estridente han tenido ocasión de recibir el influjo de la modernidad artística, de una forma sostenida y quizá más eficaz que durante la visita a un museo.

Escribió Alfonso Canales que «nadie es el mismo, antes y después de haber presenciado las extrañas figuraciones de Stefan». Por ello, y con la complicidad inestimable del arquitecto Eduardo Serrano -arquitecto artífice de la orografía onírica que constituye el hábitat de la fauna de Stefan- sabemos que nuestros niños del siglo XXI han recibido una educación sensorial extracurricular tan rica como difícilmente cuantificable que, con seguridad, les ha dejado una huella indeleble. Será el mejor legado de quien se sentía más vinculado a la etiqueta de «mago» que a los «laberintos intelectuales».