Usted conocerá a alguno. Son los deslustradores profesionales. Los quitaméritos. Los ponepegas. Podrían confundirse con el malafollá, pero el malafollá es más entrañable y suele ser malage pero no envidioso.

Deslustradores del brillo ajeno: el poeta Pere Gimferrer, delicado y fino, gloriosamente lírico, bajó sin embargo una vez el nivel y los llamó, con pleno acierto, comemierdas. Esa gente a la que, literalmente, le gustaría «el gotear del cobre líquido / nalgas que dan melocotones / regalan monedas de moka / aroma de ámbar subterráneo» («La coprofilia del ángel», traducción del catalán de Justo Navarro).

El deslustrador, puesto delante de una obra de arte, dice, bah, yo también lo hago. Nada le parece bueno. El éxito ajeno lo tiñe siempre de insidias o sospechas, «bueno no es para tanto, ha llegado ahí por tal y cual seguramente». Incapaz de un halago, taimado, deslustrador por la espalda incluso del brillo de un amigo. No hay ningún mérito que reconocer. A nadie, nunca. «Tiene dos hijas muy guapas, pero a saber qué vida llevan», nos dice frotándose las manos con rictu gozoso como un avaro al que comunican que no ha de pagar el café. «Es bonita tu camisa, pero es como de otra temporada, ¿no?»

Él, o ella, sí que son de otra temporada. De la que debimos dejar atrás hace mucho tiempo. El deslustrador, a diferencia del envidioso puro, no es que sufra por el éxito ajeno, es que niega tal éxito. Inclusive en lo cotidiano. «Su boda estuvo muy bien pero él iba un poco hortera». «A Pérez lo han ascendido pero González lo merecía más; Pérez ya está un poco mayor». Le dices que hace una mañana perfecta con un cielo estupendo y te replica que hace mucho calor.

Si el deslustrador profesional fuese crítico literario no habría novela que no fuera fallida; si entrenador de fútbol, todos cojos. En el restaurante y tras comida gloriosa: «Pero el local es algo oscuro y tardan mucho».

Ojo, no conviene confundirlo con el quejica, que en su vertiente acusada es el pejigera. El pejigera puede derivar en coñazo, pero en ocasiones sabe reconocer lo bueno de la vida. Su antónimo, el del deslustrador, sería el baboso, primo segundo del conformista, ese al que todo y todos le parecen bien. Y lo dice. Todo el rato. Incluso los estudiosos de la materia lo confunden a veces con el pelota, pero el pelota es servil, mientras que el baboso vierte loas por el puro placer de hacerlo, de contentar, sin buscar nada a cambio. Teme no caer bien a todo el mundo.