Otro año más que ha pasado Eurovisión, y conste que no estoy en contra del certamen como tal. De hecho, antes me divertía que el viejo y vetusto continente esnifase su dosis anual de flower power para alcanzar un psicodélico éxtasis musical de falsa hermandad, virtudes fingidas y escaparatismo rococó, pero tampoco es menos cierto que el hecho de que Europa brinde cada año con un chupito de garrafón lisérgico y hortera empieza a hacérseme pesado.

Ya no le veo la gracia a hacer el ridículo de forma vitalicia, con ahínco, con avaricia, año tras año desde 1961 (58 años). Para colmo de males, España no falta a la cita y siempre está en la final, sí o sí, por ser uno de los cinco países que más dinero aporta a la Unión Europea de Radiodifusión, el ente internacional que produce Eurovisión, y, de verdad se lo digo, llámenme avaro, incluso tacaño, pero no le arriendo la ganancia a derrochar dinero del contribuyente en demostrar al mundo entero que le hemos cogido vicio masoca a eso de tropezar una y otra vez en la misma piedra, sobre el mismo escenario, frente al mismo público.

Mientras que un dolorido enfermo crónico no tenga acceso a su medicación por desabastecimiento de las farmacias, el Gobierno sustente las taimadas prácticas de alguno bancos, un dependiente incurable no obtenga la calidad de vida que se le debe, no exista equiparación salarial entre los distintos Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, las agujas del reloj que marcan la lista de espera se paren en la morgue, la mano de un parado no encuentre la ayuda económica que merece, una familia se empadrone bajo un puente, tengamos la luz y el gas a precio de caviar, las pensiones tengan forma de limosna, los letrados del turno de oficio sean los apestados del sistema judicial, una anciana muera con su sombra como única compañía, las aulas prefabricadas sean hornos en verano y congeladores en invierno, o que la desesperación sea vecina de lo cotidiano, deberíamos dejar de invertir en Eurovisión.

Mientras no se dediquen fondos a recoger toneladas de medusas plastificadas, los mayores de 45 años sean parias laborales, no se repatríen los cerebros fugados por investigar con ábacos y pergaminos, algunos padres se divorcien para sumar puntos en la carrera por conseguir una plaza escolar para su hijo, la España vaciada sea un creciente solar con vistas a la nada, se ataque al honrado y se negocie con el trilero, intentarlo ya no sea una opción porque resulte más rentable robar que emprender, el Gobierno subvencione con 400.000 euros a una seudo artista cuya obra radica en grabarse meando por las calles, nos prescriban genéricos subastados en laboratorios hindúes, se acose al autónomo o en la piel de toro sigan vigentes los impuestos al sol y la sucesión, deberíamos dejar de tirar dinero en Eurovisión.

Mientras que un médico o un profesor cobren menos que un político, la corrupción no sea un eco lejano, fomentar la inmigración ilegal sea un pozo sin fondo, los gestores tengan los bolsillos rotos, alguien deba elegir entre encender la calefacción o comprar el pan, no existan obras públicas sin comisión, los gobernantes se posicionen en los tribunales europeos a favor de mantener el IRPH y las cláusulas abusivas, el comercio tradicional se desangre byte a byte, el mundo se polarice entre George Soros y Steve Bannon, se adore a cantantes sintetizados, se admire a famosillos defraudadores o se ovacione a futbolistas que dicen «impermitible», mientras haya más colas en el Everest que en las librerías, o existan más bombas que tercios de cerveza, deberíamos dejar de despilfarrar dinero en Eurovisión y en pagarle un sueldo a Isa Serra, porque, visto lo visto, una cosa está clara: Prefiero que Don Amancio Ortega siga donando directamente en la lucha contra el cáncer antes de que otra pija desahogada se disfrace de comunista y malgaste nuestros impuestos. Spain, cero points.