El joven Fobos era hijo de Afrodita, diosa del amor, y de Ares, dios de la guerra. Acompañaba a su padre en todas las batallas. Representaba el pánico de los combatientes antes de luchar; el horror que los dejaba paralizados y que, con frecuencia, los empujaba a la deserción. Con el tiempo, se hizo popular su imagen de ser destructor de la raza humana, cumpliendo las implacables órdenes de su belicoso padre. El mismísimo Alejandro Magno se encomendaba a Fobos antes de cada batalla. El rey macedonio era consciente de que no hay arma más poderosa que el odio. Arma que sigue siendo eficaz en nuestros conflictos presentes. Y que, cual navaja suiza, se transforma en xenofobia, homofobia, ginefobia, islamofobia, cristianofobia, judeofobia, hispanofobia, catalanofobia€ Es decir, que se puede emplear contra cualquier grupo humano al que se le aplique el maldito sufijo. La fobia empieza por ser un miedo irracional a lo que se teme y acaba por convertirse en un odio ciego, un irrefrenable afán por destruir lo que nos da pánico. Las redes sociales, una vez más, han elevado el odio a su máxima potencia, han contribuido a deformar la realidad hasta convertirla en un monstruo. Se han convertido en un espejo de la risa, en un megáfono, en una lupa de gran aumento capaz de convertir una hormiga en un elefante. Es decir, han transformado una sana rivalidad convertida en odio. Parece haberse extendido cual plaga en la vida social. Se habla con una ligereza pasmosa de discursos de odio, y hasta de delitos y crímenes de odio, que no casualmente son los discursos, delitos y crímenes del enemigo; nunca los nuestros. ¿Qué es el odio? Las enciclopedias lo describen como un «sentimiento de violento desagrado hacia alguien o algo, que lleva a desearle el mal». Siguiendo la definición, desear la muerte de un torero en la plaza se puede considerar odio. Así como el «ETA, mátalos», tantas veces impunemente repetido. O la promesa de la pasada campaña. Hay que tener cuidado, ya que, contra lo que pudiera parecer, odiar no es delito. El odio -como el miedo- es libre, se puede sentir, pero, eso sí, no se puede avivar. Antes, el odio lo teníamos acotado en los estadios de fútbol. Tragedias como la del estadio de Heysel (Bruselas, 1985) o asesinatos como el del hincha del Dépor Jimmy en los alrededores del Calderón (Madrid, 2014) está claro que responden a delitos de odio. Hasta gritos tan cotidianos como el «Oviedo, puta» -nunca se acostumbrarán mis oídos- responden a ese patrón de odio, puesto que lo incentivan. Hoy, gran parte de ese odio parece haberse trasladado a la política con esa eficaz ayuda de las redes. Recordemos los ya llamados cotos vedados -en el País Vasco y en Cataluña-, donde se recibe con hostilidad al 'extraño'; los escraches; los lanzamientos de piedras, huevos o batidos -última arma en los enfrentamientos brexit-; o la fumigación y desinfección de los lugares que han pisado los enemigos políticos, escalofriante recordatorio de las prácticas nazis. Los políticos guerreros -como el joven Fobos y su padre Ares- saben de su eficacia y lo esgrimen a diestro y siniestro. El odio -como buen material inflamable- se expande a velocidades de vértigo arrasando la convivencia, otro de esos bienes que solo se aprecian cuando se pierden.