Juan Carlos Aragón se ha ido y su ausencia ha generado un huracán de cariño y reconocimiento no sólo en torno a su figura gigante y querida, sino también en relación al Carnaval de Cádiz, al que hizo grande a golpe de pasodobles y cuplés y que llevó por todo el mundo envuelto en la bandera del humanismo y la reivindicación de las clases populares como motor de la historia. También se ha reconocido, aunque sea tarde, tal vez demasiado, su altísimo talento literario, un rasgo que lo diferencia de casi todos los autores de Carnaval (salvo un par, Martínez Ares, otro gigante, y Miguel Ángel García Argüez, a quien el propio Juan Carlos admiraba). En torno a cuarenta agrupaciones, dos libros de ensayo, un poemario y una novela conforman su inmensa obra, que tuvo la virtud de atraer poderosamente la atención de la juventud en una época en la que, precisamente, nada llama la atención de esta.

Fue un revolucionario tardío, descontextualizado, que cantaba contra las actitudes acomodaticias de los andaluces, dormidos en los brazos de la sociedad de consumo; que reflexionó sobre la muerte o el amor desde su particularísima visión de la vida; que loó los arcanos del hedonismo vital desde esa playa que es un poco de toda Andalucía que es la Caleta y que se bebió la existencia a grandes sorbos para servirla después en versos dolorosos y bellos, soplando con sus comparsas en la vela del pueblo andaluz, que tanto lo llora estos días (casi tanto como a otro que se fue demasiado pronto también,Carlos Cano). Escribía a favor de los afligidos, contra la desgana de la mitad del pueblo andaluz, enfrentado con la otra, la que «enseña los dientes todos los días», atacó a esa Andalucía de pandereta que se desvivía por la boda de la duquesa de Alba, pero también se revelaba contra las críticas de su hijo, el duquesito, a los trabajadores de esta tierra; harto del tópico y de que bajáramos la cabeza, nos pidió que la alzáramos, que rechazáramos las fronteras y que abrazáramos a otros, a los diferentes; cantó contra Dios, y, aunque yo no compartía esas letras, glosó como nadie los vórtices del ateísmo; criticó el militarismo rancio y el nacionalismo espurio, ese que se envuelve en banderas de todo signo y pelaje para justificar sus desmanes y trazó una raya en el suelo, ubicando al pueblo, a la gente sencilla a un lado y a los poderosos, al otro. Juan Carlos fue, en esencia, un intelectual que eligió el carnaval para hacer literatura y si, Bob Dylan recibió el Nobel por sus letras, ¿por qué él no podía ofrecer sus composiciones en forma de pasodoble, presentación o popurrí? Sus letras estaban transidas de la hondura filosófica de un profesor que conocía bien el paño que tenía entre manos. También le cantó a Cádiz, claro, a su gracia infinita y al reírse por no llorar (en versos de su rival, que no enemigo, Martínez Ares), pero también atacó el gaditanismo rancio, haciendo universal su localismo pero, al mismo tiempo, zahiriéndolo para sacar lo mejor de sus paisanos, a los que quería abiertos al mundo y amantes de otras fronteras; cantaba a la ciudadanía y a sus valores cívicos, usó como nadie el doble sentido para criticar el propio concurso y, cuando debió dar un puñetazo en la mesa, lo hizo como lo hacía todo, con pasión y desmesura, para regalarnos después su subordinación absoluta a las coplas que le vinieron de los grandes, de Paco Alba y Pedro Romero, de Enrique Villegas y tantos otros que forjaron la tradición de un Carnaval que irradió su locura a toda Andalucía. Los intelectuales comienzan a dar a la obra de Aragón el sitio que merece y es que, no por menos popular, es más culto un mensaje, una premisa, un canto. Juan Carlos es un poeta de esa Andalucía eterna. Hoy, estamos de luto por el hombre y por el poeta. Descansa en paz. Los juancarlistas honraremos tu memoria.