Cuando la periodista Zoe Barnes quiso asegurar su particular relación simbiótica y de confianza con Frank Underwood, coordinador de congresistas del Partido Demócrata en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América, no tuvo mejor ocurrencia que dejarse fotografiar desnuda y en actitud sexualmente sugerente a fin de atarse a él bajo una potencial amenaza de extorsión. Sin embargo, bien pudiéramos pensar que si la relación de poder se hubiera fraguado a la inversa, de la mujer al hombre, ese tipo de chantaje no resultaría tan efectivo. Infidelidades aparte, que se publique, sin más, el desnudo de un hombre, incluso si la imagen conlleva una actitud de tipo sexual, no produce tanta ebullición en los mentideros sociales como si se tratara de una mujer. De hecho, me atrevería a decir que si el badajo del susodicho supera la media, bien pudiera ser que no sólo no le produjera descalabro social sino que, además, se llevara varias palmaditas en la espalda y algún que otro aplauso. A una mujer, ese mismo supuesto no le genera más que daño, prejuicio y estigmatización social. Eso sí, hasta que, a veces, por desgracia, ocurre lo que ocurre. Entonces, cuando el daño ya está hecho, todo es comprensión e indignación. El primero de los casos que les refiero procede de la ficción, de la serie House of cards. El segundo aconteció hace tan solo unos días en torno a una trabajadora de la empresa Iveco, en Madrid. Resulta triste y desalentador que nuestro grado de moral dependa de nuestro grado de impunidad. Y ello porque, en ocasiones, es posible que un tipo no sea capaz de extorsionar cara a cara a una mujer pero, sin embargo, sí que puede encontrar el ánimo de hacerlo cuando se siente protegido por el parapeto de distancia que aparenta el ciberespacio. Hoy por hoy, las relaciones interpersonales resultan más que complejas, son diversas y cambiantes. Quien ayer tuvo en sus manos tu confianza es posible que hoy no la tenga, y viceversa, pero, en cualquier caso, los secretos compartidos en el pasado o en el presente y la intimidad expuesta de manera voluntaria debieran seguir protegiéndose, respetándose y salvaguardándose de manera indiscutible y hasta el final de nuestros días. Desvelar privacidades ajenas de cualquier tipo, a modo de venganza o divertimento, denota una personalidad de lo más despreciable. En cualquier caso, quede claro que el problema no radica en fotografiarse y grabar un video con tal o cual contenido: el problema aflora con la difusión dolosa del mismo y sin el consentimiento de la persona afectada. Cada día, a través de los chats de mensajería, recibimos cantidades ingentes de archivos fotográficos o de video con contenido altamente sexual. Quizá la prevención, el cortar la difusión a tiempo frente a la sospecha, debiera ser una obligación colectiva. No todos los videos de contenido erótico que aterrizan en nuestros dispositivos móviles tienen como protagonista a Gianna Michaels, actriz del género, o incluyen el sello de Brazzers. Es ese tufo amateur, esa apariencia de robado, de cámara oculta o de móvil, lo que debiera hacer saltar nuestras alarmas a fin de, por prudencia, bloquear la viralización y no participar en el daño por omisión. Y habrá quien me tache de exagerado, o de alarmista, pero es que luego, señores, la gente se suicida, deja dos hijos a cargo de la providencia y, a la postre, nadie recuerda haber visto el video y, ni mucho menos, haberlo compartido. Como también ocurrió con el controvertido caso de la chica del "Aúpa Atleti", más de lo mismo. La solución al problema, como en casi todo, parte del ámbito educativo y de lo que seamos capaces de transmitir a nuestros menores que, lo queramos o no, son nativos digitales y, por ende, están más expuestos que nadie frente al ciberacoso. Pero insisto, no nos equivoquemos. Limitar la libre expresión de la sexualidad no es la solución. No nos queda otra que potenciar de manera incuestionable el respeto por el otro como una verdad más que absoluta y, por supuesto, atajar con la ley en la mano la dolosa difusión colectiva y sin consentimiento de la intimidad que no nos es propia, tanto si nos llega de segundas como si nos la confían de buena fe.