Serían las nueve menos diez de la mañana. Yo venía de trabajar un rato en mi huerto de adjetivos, ya que me habían crecido unos cuantos terminados en «mente» y tuve que madrugar para podarlos. Ellos salían del hotel Valeria, cincuenta y muchos, tal vez sesenta y pocos, él camisa blanca de lino y pantalón veraniego celeste. Gafitas. Ella, top verde y pantalón blanco. Tenían aspecto de recién duchados. Tal vez juntos. Sin kilos de más, nadie podría afirmar con seguridad que hubieran pasado alguna vez la más mínima necesidad. Ella portaba lo que seguramente era un planito de la ciudad. Bajaron la breve escalinata del establecimiento y otearon un poco el horizonte. A veces escribo solo para resucitar el verbo otear sin que haya olvidado que uno de mis propósitos inmediatos es meter la palabra hidropedal en una columna.

Otearon las palmeras, la plaza de la Marina, el puerto, el inicio del palmeral y luego, más por inercia que por conocimiento, se dirigieron hacia la derecha, hacia el Soho. En el Soho bullían los desayunaderos. Algunos de ellos copados por obreros que laboran en el nuevo teatro que está construyendo Antonio Banderas. En el que yo desayuné, cinco banquetas en la barra, seis mesas, veinticuatro sillas, dos camareros en barra y uno en salón, terraza desierta, se expendieron en los veintidós minutos que estuve tres pitufos a la catalana (uno de pan integral), tres mixtos y una tostada con tomate y aceite que pese a que fue pedida con tomate rallado le fue entregada al comensal con tomate en rodajas, lo cual produjo un rechazo visual inmediato por parte del cliente, que luego de digerir vía retina la decepción articuló una frase no del todo grosera pero tampoco amable, diríamos que quejosa. El pitufo fue devuelto a los corrales. Juraría, y soy miope, que, de nuevo en la cocina, las rodajas de tomate fueron dispuestas en un mortero, se majaron y se añadió aceite. La pasta resultante fue extendida en la tostada, que al llevar ya un buen rato fuera del tostador seguramente empezaba a adquirir una rigidez o revenimiento que la hacían menos apta para su consumo. Lo correcto hubiera sido echar tomate rallado de verdad. Lo venden ya rallado.

La pareja del Valeria suponían la imagen viva de la felicidad en forma de expectativas. Vacaciones, gozoso desayuno, y la ciudad que se abre entera frente a ellos. Ciudad facilona para el visitante, alegre, bulliciosa y plagada de atractivos. El principal: ser absolutamente diferente en clima y gastronomía a la que aloja el resto del año a la pareja, tal vez pareja de profesionales liberales de una pequeña ciudad norteña de Alemania. Sin descartar que fuesen prósperos dueños de un par de ferreterías en Dinamarca. O abogados noruegos. La imagen de ambos, cincuenta y muchos, tal vez sesenta y pocos, él camisa blanca de lino y pantalón veraniego celeste, me acompañó toda la jornada. Todo el día pensando en qué verían, con quién hablarían, cómo de deficiente o notable sería su castellano, en qué restaurante almorzarían, cómo sería el magreo mutuo en la siesta y qué le contarían por teléfono acerca de la ciudad, al caer la tarde, con una copa de vino mirando al mar en una terraza de Pedregalejo, a su prole o familia. Tal vez contarían maravillas a un cuñado díscolo que dudaba si visitar nuestro enclave o plantarse en Canarias.

Supongo que verían la Catedral, aunque fuera por fuera, lo cual es una cacofonía además de una posibilidad monumental. Entrarían en un museo, digo yo; seguirían la huella de Picasso y tal vez ahora estén ya en su domicilio del norte de Europa desenvolviendo una caja de souvenires picassianos. O están deglutiendo paella en el Centro, disfrutando de una estancia que acaba de empezar y que durará dos semanas. Seguro que han visto en su vida más de una película de Banderas.