Pues ya he visto Gomorra. Del tirón. Las cuatro temporadas de esta recomendable serie italiana basada en la novela homónima de Roberto Saviano (Editorial Debolsillo, 2006) que narra las andanzas de la Camorra actual. Mafia napolitana en estado puro. Con algo debía satisfacer el voraz vacío existencial dejado por mi anhelada Peaky Blinders, y, pardiez que lo he saciado. Familias, armas, clanes, dinero, sexo, política, tradición, rencillas, territorios, machismo, juramentos, traiciones, sumisión, extorsiones, infidelidades, imperios, blanqueo, cocaína, soledades, intrigas, capos, soldados, amenazas y asesinatos. Muchos asesinatos. Muere hasta el apuntador.

Saviano se aleja del romanticismo que rezumaba la famosa trilogía escrita por Puzo, dirigida por Coppola, y se zambulle en un submundo más agrio y descarnado. De hecho, la publicación de su obra le hizo merecedor de vivir sentenciado a muerte por la misma mafia que describe, y sobrevive huyendo, ad calendas graecas, escoltado siempre por un grupo especial del Ministerio del Interior italiano. Si hay algo que odie la mafia es la publicidad. La omertá, la ley del silencio, es inquebrantable. Saviano hizo saltar esa regla por los aires, y la serie sigue el ejemplo. No se queda atrás.

Pietro Savastano, Sangre Azul, Ciro di Marzio, el Brujo, Gennaro, Levante, Avitabile, Doña Patricia o Salvatore Conte, entre otros muchos, son nombres que desconocías, te eran ajenos, pero poco a poco, capítulo a capítulo, se van familiarizando con tu lado animal, ese que todos tenemos más o menos domado y, aún así, nos empuja a ver estas historias salvajemente delictivas con cierta mezcla de perplejidad y fascinación. Para cuando quieres darte cuenta formas parte, como un vecino más, del conflictivo barrio del extrarradio napolitano de Secondigliano. Y entonces, para tu sorpresa, quieres más sangre, más venganza, y más de todo.

Según la serie, sólo una bandera guía los actos de sus protagonistas: el dinero. No existe otro código de conducta, otra escala de valores. Amasar dinero pese a quien pese. No importan los vínculos, las promesas, el odio ni el amor. En nombre del dinero lo perdonan casi todo, lo disculpan casi todo. Es su código de honor. Que lo vulneras, matarile. Que lo desobedeces, matarile. Que lo desafías, matarile. Tan simple en sus formas como efectivo en su incumplimiento. Pero por lo menos tienen algo, y lo respetan por encima de todas las cosas. Sólo el código les diferencia de las alimañas.

Esa norma esencial lo impregna todo de acatamiento dócil por miedo a la represalia. Nada de opiniones, nada de criterios. Cero democracia. Sometimiento piramidal, absoluto. Y así, muerte tras muerte, asistes atónito a la caída en desgracia, el resurgir de las cenizas, la maduración criminal y toda clase de giros dramáticos inspirados en el dinero. Llega uno a plantearse si viajar a Nápoles, no vaya a ser que una bala perdida me impacte de rebote. O que a mí, que tengo un perfil tipo Alvaro Vitali, me confundan con alguien que haya hecho lo que no debía, dicho lo que no debía, o estuviera donde no debía. Además, ya lo decía mi abuela: Como en casa de uno, en ningún sitio.

Y es que en Gomorra, supongo que también en Sodoma, hay mucho desalmado, mucho cabrón, mucho sinvergüenza, incluso mucho malnacido, pero en 48 capítulos no he visto a ninguno capaz de relacionarse con una banda terrorista, apaciguarla en falso y pedirle perdón sin motivo, revelarle información secreta sobre operaciones policiales francesas, ofrecerse a solucionar su falta de financiación, o prometerle cambios legislativos y liberación de presos, tomando para ello en vano el nombre de todo un país y el de sus propios compañeros de partido asesinados de un tiro en la nuca. Y no lo he visto porque, de existir alguien capaz de semejantes tropelías, ese personaje imaginario, un diablo de tal calibre, con tamaña maldad, sería considerado por mérito propio el jefe de todos los jefes. Capo dei tutti capi. Pero eso es ciencia ficción, convertiría la trama en un relato increíble que no se le ocurriría ni al guionista más sórdido y enajenado. Porque esas cosas, en la vida real, no suceden. O sí.

«Un apaciguador es alguien que alimenta al cocodrilo esperando que se coma a otro antes que a él». Winston Churchill.