Me refiero a mis plumas de escribir. Las otras, por épocas, las he buscado en mis adentros con interés científico, para verificar si Freud tenía razón en sus propuestas, pero nunca las he encontrado. De esas plumas sigo siendo huérfano, a pesar de que un buen amigo insiste en que me pierdo algo. Y hasta pudiera tener razón, pero...

Plumas de escribir tengo varias, y dos son especiales. Y lo son por la vida compartida. La pluma es la lengua del alma, decía Cervantes, y ninguna cosa del alma merece ser conocida por su nombre genérico, por eso puse nombre a todas mis plumas. De las dos especiales, Negra, que por sus hechuras mejor debiera haberla llamado Negro que Negra, me acompaña desde hace cuatro décadas y jamás ha estado enferma, ni tan siquiera de la enfermedad más común entre las plumas, el estreñimiento. Así, a vuelapluma, recuerdo dos veces que tras un largo periodo de inactividad sufrió un insignificante proceso de estenosis, cuya sanación solo requirió de unos trazos hechos con primor de cirujano sobre papel vegetal. Seis trazos después, su tránsito intestinal funcionaba como si nada hubiera ocurrido.

Mi relación con mi otra pluma, Blanqui, es más reciente. Hace diez años que compartimos vida y sentires, y durante este tiempo Blanqui ha compartido más conmigo que Negra. A Blanqui solo precisé ceñirla un par de veces con mis dedos por su talle para darle nombre: al principio la llamé Blanquita, por su marcada femineidad, pero bastó una semana de relación, para llamarla Blanqui. Sus formas, su buen oficio y la sutil sensualidad con la que lo ejerce exigían un nombre más cercano a la suavidad sensible de la i que a la aceradamente fría precisión de la a.

Blanqui es más frágil que Negra, por ello alguna vez hube de desnudarla íntegramente y de practicarle la maniobra de Heimlich, para desobstruirle su conducto respiratorio. Un par de primorosas compresiones abdominales y tres simples garabatos sobre papel vegetal mientas la envolvía amorosamente por sus caderas bastaron cada vez para que el elegante porte de su inefable trazo melifluo regresara.

Hoy, desprovisto de ordenador, es Blanqui la que me presta su esmerado oficio para escribir estas setecientas veinticinco palabras. Hoy, otra vez, somos un equipo, mientras ella escribe yo voy contando palabras.

-Blanqui, ya llevas trescientas noventa y una palabras escritas.

Desde niño he mantenido una relación especial, cuasi metafísica, con las estilográficas: ellas siempre han ido por libre, a su aire, pasando de mí. Recuerdo mis inicios con los palilleros y los plumines, aquellos artilugios que sustituyeron a los cálamos de ave, y como aquellos engendros de vientre suelto me declaraban la guerra cada día deponiendo tinta tan a su antojo, como al antojo del padre agustino de turno era la intensidad de su pescozón, que siempre llegaba. Afortunadamente, después, cuando me fue permitido el uso de la pluma estilográfica, todo cambió.

Tardé tiempo en darme cuenta, pero un día lo supe: siempre fueron mis plumas las que escribían por mí. Desde aquel descubrimiento, miles de veces a lo largo de mi vida he intentado reconducir el asunto: Me concentro concienzudamente, decido que en mi escritura el que manda soy yo, y durante algunos minutos lo consigo, pero, sin que llegue a tomar consciencia de ello, pocos instantes más tarde mi pluma me abduce y se adueña de mi escritura, cada vez. Por cierto:

-Blanqui, ya llevas quinientas setenta y seis palabras escritas. Ve abreviando...

Últimamente, cuando descubro las torpezas y pésimas intenciones políticas, y las homilías de algunos miembros del clero, y las gilipolleces 'autorizadas' sobre la planitud de la Tierra, y las voluntades 'científico-malagueñas' de travestir las capacidades eréctiles de Málaga dotándola de un hotel-falo «por el bien de la ciudad», sufro y pienso que esas excentricidades no son propias de la gente sabia, sino que debe ser cosa de sus plumas traicioneras, que, como las mías, tienen vida propia.

Mis plumas, aunque a veces se extralimitan demostrando su libertad, hasta ahora, siempre lo han hecho por pura empatía, para ayudarme, pero cuando pienso en esas criaturitas a las que sus plumas, digo yo, los someten a la dictadura de la estupidez en nombre del bien de España, el de Dios, el de la Ciencia o el de Málaga, sufro lo indecible.

-Blanqui, ya están las setecientas veinticinco palabras. Por favor, contente.