El tópico de la mujer fatal se pone de moda a finales del siglo XIX. En aquel tiempo, según se dice, era necesario demonizar al sexo femenino para provocar sobre él el rechazo, ya que, habiéndose incorporado las mujeres al mundo laboral, comenzaban a solicitar derechos, entre ellos, el del voto.

La mujer fatal, construida sobre premisas estéticas de Novalis y Gabriele D'Annunzio, y ejemplificada en personajes como la Carmen de Merimée o La Dama de las Camelias, era una fémina de carácter frío y calculador, que enamoraba a los hombres sin ser capaz de participar en ese amor, pues sólo la movía su pragmático interés por el poder y el dinero. De ahí que hiciese perder la razón a los varones hasta arrastrarlos a la ruina económica y la degradación moral.

La caracterización diabólica de la mujer, sin embargo, como sujeto de perdición de los hombres, no era nada nuevo, si se considera que en la tradición grecorromana es Pandora con su insana curiosidad quien abre la caja de los males y que es también Eva, en la Biblia, quien tentando a Adán con morder la manzana, desafía la cólera de Dios hasta propiciar la expulsión de ambos del Paraíso.

La literatura misógina continuó con su tradición, como es lógico, en los oscuros siglos medievales. Concretamente en 1253, don Fadrique, hermano de Alfonso X el Sabio, tradujo el Sendebar o Libro de los engannos e asayamientos de las mujeres, que en la línea oriental del Calila e Dimna, prevenía a los hombres contra la perversa condición del género femenino, si bien a promocionar tales escritos preventivos, pudo contribuir la mal llevada homosexualidad del noble, quien, según ciertas hipótesis, fue condenado a muerte por mantener relaciones «contra natura» con su yerno.

Secundando esta labor, el Arcipreste de Talavera, en su obra El Corbacho, escrita a finales del siglo XV, reprende a las mujeres que arrastran a los hombres al «loco amor» y les reprocha sus múltiples defectos: coquetería, vanidad, estupidez, parloteo inútil, avaricia... Desde ahí hasta llegar al siglo XIX se podrían citar muchísimos más ejemplos de la presencia de la mujer fatal como motivo de la literatura y del arte, por más que en las últimas décadas decimonónicas este motivo se llegase a convertir en una obsesión ¿jugó en ello sólo la actitud defensiva del varón hacia la amenazante pujanza de las mujeres como seres competitivos y desafiantes o hubo también otros factores clave?

Si contemplamos cuáles eran las condiciones sociales en los albores del siglo XX, podríamos determinar que la atracción del artista por la mujer casquivana estaba muy condicionada por las circunstancias propias de su oficio. Sin duda, si el pintor buscaba mujeres que se desnudasen para hacerle de modelos, sólo las podía hallar entre las prostitutas, pues las normas del recato impedían este tipo de posados a las mujeres decentes.

De otra parte, su precaria situación económica -lo era, casi siempre- le impedía ofrecer una estabilidad económica -requisito indispensable entonces- a una futura esposa, por lo cual la fogosidad de su prolongada soltería sólo podía ser resuelta en los burdeles.

Con la llegada del Modernismo, lo que fue un imperativo económico, se estableció además como principio. El artista rechazaba a la mujer decente porque indefectiblemente lo arrastraba al matrimonio -convención burguesa, que como todo lo burgués, le producía horror y repugnancia-.

Yo creo, en fin, por lo visto y leído, que en el siglo XIX la mujer fatal no producía tanto rechazo como fascinación, pues no eran sólo los precarios artistas, sino también los pudientes; aristócratas, empresarios, ministros, quienes frecuentaban las llamadas casas de tolerancia y galanteaban a bailarinas de varietés y cortesanas de hábitos libertinos. La razón puede ser, en cierto modo, comprensible, ya que la mujer legítima, aquel 'ángel del hogar', que había sido diseñado por clérigos y gobernantes, había sido lastrado de atractivos. Su virtud, consistente en la plena ignorancia sexual, les aburría sobremanera y también su conversación, que irremediablemente era sosa y plana, pues les habían prohibido los estudios. Este orden de cosas propiciaba el adulterio, la profusión de queridas y de burdeles; la doble moral, en fin, pues por más que se indicase lo contrario, el hombre prefería la mujer libre a la clausurada y era por ella por quien perdía la razón y el capital.

El machismo no es consustancial en el hombre, sino una norma social contraria a la propia naturaleza masculina, la historia lo demuestra.

Los bares antes eran territorio exclusivo de los hombres, sin embargo, ahora ves en ellos matrimonios y parejas que conversan, que comparten: que planean viajes y visitas a museos, de igual a igual. Es un avance o, más bien, es lo que tendría que haber sido desde siempre.

Visito la exposición Perversidad. Mujeres fatales en el arte moderno en el Museo Thyssen de Málaga y entre las magníficas obras de Modigliani, Romero de Torres, Picasso, Gustav Klimt, Suzanne Valadon, Dalí, Maruja Mallo, etc... no encuentro ese nombrado rechazo a la mujer fatal, sino únicamente una expresión de fascinación amorosa, más aún teniendo en cuenta que algunas de esas modelos llegaron a casarse con sus propios pintores o a ser sus eternas parejas (lo cual es del todo equivalente).

Echo de menos, no obstante, una obra de Joaquín Martínez de la Vega, Carmen, la más fea de mi tierra, que expresa todo el amor posible por una mujer fatal. El título es, desde luego, irónico, tal vez el desventurado pintor de la Escuela Malagueña, tan apuesto y requerido por las mujeres, no encontró ninguna que le impresionase más, no sólo por su hermosura sino por su capacidad para ser libre, a pesar de ese oficio esclavo que es la prostitución.

El retrato de Carmen, por fortuna, podemos verlo, cuando queramos, en el MUPAM, en la taberna El Pimpi y en el Museo de Artes y Costumbres Populares.

No es una demonización, es un tributo; un tributo de amor. Él lo entendió así, ¿por qué nosotros tendríamos que entenderlo de otra manera?