Mi madre es blanca y mi papá rosa. Así definía a sus padres su hijo de sangre india. Moreno oscuro, ojos grandes, sonrisa limpia, sin fantasmas en la mirada huérfana de todo. Atrás lo borroso a lo que enfrentarse el día con la cita que siempre sucede. Más tarde, cuando se termine la infancia con el futuro despejado que es lo que en realidad adoptan los padres con generoso cariño y una necesidad de educar afectos. Los suyos, rosa y blanco. Los de aquellos cuyos rostros también son diferentes en los rasgos y en la piel que se difuminan cuando todo lo iguala el amor. Ese que escoge a miles de kilómetros de distancia y no ceja frente a los obstáculos que sortear, visitando infiernos en fríos orfelinatos con rejas donde son recogidas las criaturas de cunas rotas, custodiadas por severas reglas de austera disciplina, aguardando una segunda oportunidad. Da igual sus nombres, las edades, la salud, casi siempre precaria, sus ojos abiertos sin conciencia cierta de su vida excluida por sus progenitores. Ignoran qué fue lo terrible para su naufragio con rescate de expediente burocrático. Si atrás quedaron lágrimas; si fue una liberación a favor de su felicidad al azar en manos de otros; si se extravió una carta con remite de futuro en la que explicar el pasado y porqué perdonarlo. Su presente es anónimo, triste y avizor en espera mientras doblan su ropa, los adiestran en comportamientos, y aguardan una nueva cigüeña con pasaporte extranjero que en muchos casos nunca llega. El drama del que nadie habla: la supervivencia de los que han crecido con la mirada sola, atemorizada, sin papelas la dureza de su herida seca, inescrutable el inaccesible silencio de su pecho.

Qué hermosa y difícil, muy difícil, es la elección de escoger entre todos los afligidos un pájaro sin nido y poco a poco crecerle con amor las alas. A salvo y al hogar de otras casas donde tendrán enseguida unos apellidos, otro nombre, risas, abrazos, juegos, estudios, amigos y desde el primer momento de consciencia el interrogante de porqué ellos, sus padres, y en ocasiones un hermano mayor, no se reflejan con los mismos rasgos en el espejo. Ahí empiezan un extrañamiento y un vacío que desde el primer momento se ha de ir solventando con una acertada gestión de sentimientos y educación, de diálogos y tiempos en los que ir resolviendo dudas, abriendo puertas, ayudando en los conflictos con los que la vida siempre pone a prueba la identidad, la pertenencia y el corazón. Hasta conseguir que el hecho de haber sido adoptado un día se diluya del todo en el mestizaje de un amor que no distingue entre lo biológico y lo escogido, construido con la misma entrega de afectos.

A ese mérito, el escultor Antonio Yesa le ha regalado una hermosa exposición, amparada por Ayuntamiento de Alhaurín el Grande, en lo personal, en lo plástico, y en lo reflexivo. «Corazón negro, corazón blanco», donde diecinueve creadores proponen, interpretan y transmiten acerca de este vínculo de filiación. Unos desde su propia experiencia de padres, y todos desde el compromiso con un fenómeno que engloba condicionantes psicológicos, planteamientos sobre la procreación, los nuevos núcleos familiares, cotidianidades sociales sujetas al racismo, la cultura de la consanguinidad, exigencias y conflictos de la adopción que en ocasiones terminan en dolorosos fracasos. En los últimos 20 años en España más de 1.499 niños fueron devueltos. Unas veces por la inadaptación mutua, o de una parte, y otras por el inevitable conflicto que conlleva en la adolescencia el conocimiento de su origen y el reencuentro de los adoptados con un pasado con el que hay que quedar en paz.

«Corazón blanco, corazón negro» es una suma de metáforas artísticas que dialogan con la mirada individual e íntimamente afectiva del espectador que se enfrenta, bajo el discurso plástico, a la esencia del parentesco que no comparte el ADN de la cultura ni la secuencia genética que define a su familia. Un vínculo que sin embargo puede ser más estrecho, más profundo en su arraigo adquirido y edificado desde la generosidad, la honestidad y un sentimiento que se construye día a día, sin un mapa del amor ni un manual de instrucciones para hijos y padres adoptados y adoptivos con sus respectivas metamorfosis desembocadas en una sólida familia. Pocas veces una exposición es tan didáctica y humana, tan expresiva en la pluralidad de miradas y en la emotividad que despiertan cada una de sus piezas. Como la de Francisco Peinado, quizá la más polisémica de la muestra, «El niño y el gato» un poético y crudo retrato de la soledad infantil aislada, en la ambigüedad de la calavera y del confort, con una aureola en el pecho en la que están en combustión el dolor y la esperanza, la resistencia callada y el sueño de enramar la identidad sentimental y la seguridad con el árbol que se ofrece a cobijarlo. La orfandad fragmentada que lleva a Chema Lumbreras a pensar en los muros que excluyen, en los lazos de quienes necesitan saberse parte del hilo que tiende otra mano. Conmueve y abre meditaciones la obra de Alba Blanco, siempre interesante en su profundidad introspectiva, acerca del padre huérfano que nunca fue adoptado y se creció a sí mismo, rebelde, independiente y seguro de sí mismo, lanzando piedras hacia el horizonte donde el mar también empieza azul, sin que sus ranas se ahogasen entre las olas; y la de Mercedes Lirola abordando la maternidad con sus cajas vaginales en las que el nonato está a salvo de su nacimiento a todas las agresiones del exterior, y a sus hallazgos de luna, ambas le aguardan en su destino. O la de Mónica Vázquez, con su fotografía indagatoria en torno al sentimiento del extravío en el laberinto de la existencia y la necesidad de encontrar el regreso hacia la fuente de la vida. Cada pieza requiere un tiempo de sentirla y de habitarla. Sucede también con la anatomía de una lágrima en caída escultórica en su desglosada estructura molecular, propuesta por Belén Millán; con «Los nidos vienen de París» de Aixa Portero, una de las piezas más bellas en hierro cigüeña su pie y hogar vegetal abierto al vuelo. También con el puzle humano de Antonio Yesa, metáfora de la construcción que somos en nosotros mismos y con nuestros vínculos. Un poema a sus hijas de Antonio Jiménez Millán, al que sumarle los trabajos de Beatriz Mori, Charo Carrera, Edu Rosa, Cayetano Romero, Mari García, José Luis Gutiérrez y Amaya Escudero, completan la exposición abierta en la Biblioteca municipal hasta el 17 de este mes, esperando que no dejen de visitarla.

En poco más de una década, el número de niños extranjeros adoptados en España ha pasado de 5.541 a 531, lo que supone una caída de más del 90%. China y Rusia eran dos de los países de donde provenían más niños pero en los últimos años ambas han puesto cupos y restricciones que han reducido de forma drástica las cifras. China ha pasado de 2.753 casos en 2005 a 85 en 2017, y Rusia bajó de 1.618 casos en 2004 a los 54 en 2017, según los datos de Sanidad. Son ahora las nacionales las que aumentan con 6.298 familias en espera durante un plazo de seis años y duros requerimientos para pasar el test de padres perfectos. Plazos y trabas que promueven, a pesar de que no datos oficiales, el incremento significativo de los vientres de alquiler. Aún así no hay escollos legales, burocráticos o económicos, ni las certezas de que hay amores imposibles y semillas de dolor que el amor no transforma, que pongan freno a este anhelo. Siempre merecerá la pena adoptar una vida a la que darle una oportunidad mejor, y aunque duele después su adolescencia o juventud, más conflictivas en su desgarro de procedencia y la necesidad de encontrarse a solas con el doble que uno es. No existen dos adopciones iguales. Cada una tiene su propia historia, reclama su mínimo de madurez y la conciencia de que adoptar no es una aventura, sino un compromiso.

Hay un hermoso libro de Nuria Barrios, El alfabeto de los pájaros, que al igual que la exposición de Antonio Yesa transmite la generosidad y valentía de adoptar de corazón a corazón. Desde ellos subscribo mi admiración hacia todos los que se implican en esa compleja empresa que es atreverse a querer sin denominación de origen.