Hubo un tiempo en el que el tenis era un deporte en el que los títulos grandes, en cuanto a los cuadros individuales masculinos, siempre terminaban en manos de los estadounidenses. A los europeos nos quedaba París. Nuestros antepasados vibraron con la gesta de Don Manolo Santana, pionero de la posterior Armada española, y aún con raquetas de madera vieron brillar con luz propia al sueco Björn Borg.

Pero acabó el siglo XX con el norteamericano Pete Sampras como auténtico extraterrestre, tras años en los que sus compatriotas Jimmy Connors, John McEnroe o Andre Agassi se habían encargado de dominar el calendario tenístico mundial. Apenas el checo Ivan Lendl había roto la tiranía que venía impuesta del otro lado del Atlántico. Sampras cerró su carrera deportiva con 14 títulos grandes en los inicios del presente milenio, tres por encima de los acumulados por Borg. Eran números galácticos para la historia de un deporte en el que de un año a otro, bien por lesiones o por la llegada de jóvenes talentos, los cuadros variaban de forma muy significativa.

Pero en 2005 pisó por primera vez la tierra parisina un español que con apenas 19 años y dos días osó cambiar de manera definitiva el curso de Roland Garros y de una disciplina deportiva a la que recurrió tras haber soñado infructuosamente con haber sido futbolista como su tío. Por cierto, que ese mismo año fue el de la retirada del propio Miguel Ángel Nadal, con una Copa de Europa, una Recopa y cinco ligas para enmarcar su extraordinaria década de los noventa en las filas del FC Barcelona.

Menos mal que el sobrino cambió el césped por la arcilla. Si en tierra pisada por Atila no volvía a crecer la hierba, en la arena parisina no ha vuelto a verse otro gladiador de su talla en casi década y media. Ayer, el manacorí Don Rafael Nadal Parera conquistó la duodécima Copa de los Mosqueteros y estiró hasta límites no hace tanto insospechados la capacidad de un hombre para batirse a sí mismo.

Porque Nadal hace años que no juega ni contra la historia ni contra estos registros a los que tanto recurrimos los periodistas. Él es una persona que, como declaraba el pasado viernes, se considera normal. Y que ya no compite contra nadie, ni siquiera contra su ídolo durante la adolescencia y ahora íntimo amigo, el suizo Roger Federer, al que derrotaba precisamente en semifinales. Si acaso lucha día a día por superarse frente a adversidades, en forma de lesiones o vientos huracanados como los que tanto molestaron el mismo viernes al serbio Novak Djokovic, y por «promocionar este deporte».

Esta última es la mejor lección, el principal legado, que dejará el tenista balear cuando decida dar por cerrada su carrera profesional dentro de la pista. Servir de ejemplo para futuras generaciones, como ayer volvía a remarcar, está por encima de registros y de records. Pero estos también quedarán ahí. De momento, los 20 títulos grandes de Federer, los18 que él atesora (incluidas las 12 copas parisinas) y los 15 de Novak subrayan que estamos en la mejor era del tenis mundial. Y seguro que aún hay Nadal para rato.