Creer es un impulso innato en el sapiens. Los primeros aferes sociales que fundamentan nuestro carácter no tienen más objetivo que el aprendizaje. Cuando mamá dice abajo, arriba, encima, debajo... en las entendederas del sapiens primerizo no hay discusión. Ni mientras aprende a comunicarse con la vida y con su instinto existe la duda. Solo cabe creer. Durante nuestros primeros escarceos sociales, el principio de autoridad del que nos habló Aristóteles es una constante. Lo que dice papá va a misa. Incluso cuando la enjundia cerebral de papá solo pesa medio gramo más que la del infante, que no son pocas las veces. Pobres sapiensillos, qué veredas y vericuetos les obligamos a transitar por mor de nuestros miedos.

La historia rebosa de credos descreídos que provocaron cismas que afectaron a ingentes universos de almas, pero, actualmente, son más los credos agrupados en grupúsculos y hasta los sapiens individuales los que demuestran cómo funciona el descreimiento moderno, porque, con cada mutación, los credos van convirtiéndose en credos más y más descreídos de su credo original y terminan verificando el milagro de la multiplicación de los panes, los peces y los credos del que sesgadamente nos habla la Biblia.

Los credos, con cotidianidad, terminan siendo credos exclusivos, porque, excepto en el caso del fundamentalismo más cerril, aunque cada tribu sustente un credo común, todos terminamos amoldándolo a nosotros mismos con cada respiración. Y, claro, ocurre que a razón de entre doce y veinte respiraciones por minuto, cuando llegamos a los, pongamos, cincuenta y cinco esplendorosos años de doña Remedios, por ejemplo, resulta que hemos amoldado y reamoldado el credo a nosotros una media de cuatrocientos sesenta y tres millones de veces. Y, naturalmente, con estos mimbres, diga lo que diga la lógica formal, la razón e incluso la ciencia, ocurre lo que ocurre:

-Este credo es mío, colega, así que, cuidadín, no pretendas que mi conducta o mi respuesta respondan a ninguna ley, norma o concepto que no sean los particularmente míos... -O sea, anomia en estado puro, para la psicología.

Por otro lado, pretender creer en que solo aquello que nos complace es creíble, es una mala siembra, cuyo fruto alimenta que el descreimiento de los credos tenga todo que ver con la falta de valores comunes, con el déficit de empatía, con las malas hechuras en la convivencia y, como reflejo de esto, que también tenga todo que ver con los mecanismos de la frustración, la confrontación, el rencor, la ira, la sinrazón, la autoestima, el agradecimiento, el perdón...

Contrariamente a lo expresado hasta aquí, en las actividades de negocio, incluida la turística de mis entretelas, el peligro y la toxicidad consisten justo en lo contrario, es decir, en no descreernos el credo, en mantenernos atados al mismo credo turístico de siempre. Por ejemplo, casi como ley universal, los responsables institucionales, al asumir su función, por lo general, hacen buenos a unos predecesores que, a veces, hasta rozaron la categoría de malos con agonía. Valga otro ejemplo, desde el nacimiento de la Consejería de Turismo, en 1996, solo un responsable político fue verdaderamente proactivo con uno, solo uno, de los ejes turísticos. Esta afirmación no es una opinión, sino una lectura desapasionada de la historia, que la demuestra.

No es de recibo que el credo turístico de 2019, en esencia, salvando las distancias, siga siendo el mismo batiburrillo alimentado desde 1996, excepto en lo referido a las TIC. No es de rigor que sesenta años después del inicio del turismo de masas, sigamos templando gaitas con términos como 'adaptación', cuando nos referimos a los destinos turísticos. El proceso y el producto turístico actual demandan una 'reconversión' en toda regla y ello exige que la consejería que lo regula descrea su credo, se reconvierta y actúe desde la gobernanza.

Es tiempo de planificar con acuidad. Y de redefinir el producto turístico. Y de regular sus capacidades de carga. Es tiempo de tomar consciencia de que recitar institucionalmente el mantra del incremento de turistas sine die es una demostración de torpeza irresponsable, tan peligrosa como inaceptable ya.

Es tiempo de descreerse un credo turístico manoseado, zurcido, contrahecho y frankensteinizado durante veintitrés años ya

Swift, el irlandés de Los viajes de Gulliver, decía que para algunos sapiens, como para los alfileres, sus cabezas no son lo más importante. Y, francamente, a veces yo le doy toda la razón.