Un erudito es alguien que suele decir muy bien lo que otros ya han dicho sobre algo que pertenece a cualquiera de los reinos de la naturaleza o de los artificios del hombre. El suelo de nuestros sistemas educativos se cimienta sobre la ilusión de que a través de ese viaje por la selva de los saberes, a menudo tan desorientado, crece una ciudadanía crítica, esto sería, reflexiva y escéptica ante el fenómeno o la doctrina. En realidad, ambas cualidades se consiguen, si se llegan a albergar alguna vez, mucho tiempo después de que una o uno haya culminado todos los escalones de la enseñanza que las circunstancias de la vida le permitan patear. Y, repito, no siempre se logra acceder a ese estatus al que podríamos llamar, con ínfulas casi místicas, el don de la lectura, cuya carencia no implica torpeza en el individuo o endeblez del necesario armazón cultural. Quizás haya faltado una chispa que prendiera una cierta actitud ante lo que el universo nos pone por delante a cada minuto, creo que ese fogonazo sucede, o no, y con distinta intensidad.

Los sistemas educativos, se disfracen bajo la verborragia terminológica que se quiera, presentan como defecto intrínseco el hecho de que están realizados por y para el humano, un animal que primero aprende mediante imitación y luego, más si se tiene mi edad, por miedo a la zapatilla materna, método pedagógico de eficacia absoluta. El hombre necesita maestros y, luego, se hace casi imposible la huida de ese magisterio al que sigue por conducta intrínseca de su aparataje gnoseológico. Fijémonos en las desgracias soportadas por Judas, no sé si por el mismísimo Luzbel o por la rebelde Lilith, dentro de una mitología cercana a la cultura occidental. Ese don de la lectura exige una actitud que insufla distancia entre el receptor y el texto o el fenómeno, de modo que, de pronto, el sujeto lector u observador, en realidad, está contemplando el andamiaje que soporta un resultado. A partir de ese instante, y según el ánimo canalla al que a cada quien lo haya conducido su experiencia, el sujeto podría iluminar el alambre del mago que sostiene un balón en el vacío, alzar la tapa que esconde a dos chicas para que parezca que el prestidigitador corta a una por su mitad, o atreverse a hacer juegos de ingenio sobre la obra de Kristeva con cuya lectura creí que había olvidado mi idioma materno, o sobre esos pilares oratorios en los que se basa el ortopédico análisis del discurso, martillo de escolares durante época de controles.

En esta última obra de Felipe, en efecto un prontuario como avisa el título, el gran maestro no sólo exhibe su don de escritura sino ese tan raro de encontrar que es el de la lectura. Con una gracia que resalta la lucidez, este intruso honorífico, que nos conduce de la mano en un doble pacto ante una ficción que se traviste de severidad enciclopédica, sitúa a sus lectoras y lectores frente a un escaparate privado donde cada objeto, idea, devoción o repugnancia son definidos o, al menos caricaturizados. Cada quien que abra estas páginas asistirá a una charla de café con un guía que se permitirá razonar con un casi aforismo o un artículo completo sobre aquello que le venga en gana, sean figuras de la retórica clásica, escritores de diverso signo y poética, objetos de andar por casa o sensaciones de andar por palacios. Un aparador sobre el que Felipe ha ido colocando sus bibelot conceptuales durante años, lo ha impreso en ese orden alfabético tan arbitrario en origen y tan convencional como cualquier otro, y frente al que nos invita a pasar un rato muy divertido y provechoso en la contemplación de ese don de la lectura con el que los dioses y sus desvelos quisieron coronarlo. Como académico, lo bendigo. Descifrarán esta broma privada durante las primeras páginas de la obra.