Cada año, la luna gira doce veces alrededor de la tierra. Un dato que ha inspirado en el transcurso de los siglos a astrónomos, sacerdotes y poetas. Doce son los meses del año, doce los signos del zodiaco. Doce campanadas anuncian el nuevo año y doce horas tiene el medio día. Los apóstoles fueron doce y doce los caballeros en la Corte del Rey Arturo. Doce son los dioses griegos en el Olimpo y los títulos de Rafa en Roland Garros son doce. Douze en francés.

El pasado domingo, Rafael Nadal completó un giro de doce vueltas sobre el cielo de París. Un hecho que se está convirtiendo en costumbre, como si se tratara de un acontecimiento natural que marcara la llegada del verano. Sin embargo, cada año nos hace vibrar de emoción como si se tratara de la primera vez que lo logra. Debe ser que nunca esperamos que la épica se repita tan a menudo. Los españoles no sabemos convivir con la gloria.

La afición al tenis me acompaña desde mucho antes de que naciese el manacorí. Me crié en un club de tenis, dando revés y drives en las pistas de cemento y tierra batida. El tenis me acompañó en la infancia y me enseñó los valores del esfuerzo, la deportividad y el respeto al contrario. También me hizo no dar una pelota por perdida. El tenis no se apiada de aquellos que se rinden antes de tiempo, ni de los que creen haber ganado antes de un Match ball.

La vitrina de mis recuerdos está poblada de partidos entre Björn Borg y John McEnroe. Soñaba con tener una raqueta Donnay como la del sueco y subir a la red con la agresividad del americano. Luego vinieron Ivan Lendl, Jimmy Connors, Boris Becker, Mats Wilander, André Agassi o Pete Sampras. Ninguno era español. Para encontrar algún referente había que remontarse a Manolo Santana, Andrés Gimeno o Manuel Orantes. Demasiado blanco y negro para un niño acostumbrado al color arcilla de la tierra batida.

Nunca imaginé que en el horizonte de los noventa se atisbaba una gran armada que cosecharía grandes victorias para nuestro tenis: Arancha Sánchez Vicario, Sergi Bruguera, Albert Costa, Alex Corretja, Conchita Martínez, Juan Carlos Ferrero, Carlos Moyá o David Ferrer. Todos ellos enormes jugadores que se ganaron el respeto de una nación y de miles de seguidores en todo el mundo. Durante más de una década nos obligaron a convivir con la victoria.

Y llegó Nadal. Asistí emocionado a aquella final de la Copa Davis de 2004 en Sevilla. Tras el primer punto logrado por Carlos Moyá ante Mardy Fish, el número uno del mundo, Andy Roddick, se enfrentaría a Juan Carlos Ferrero. Faltando media hora para el inicio, la megafonía anunció que por culpa de la lesión que arrastraba el jugador español, jugaría uno de los reservas. Un chaval de dieciocho años llamado Rafael Nadal que a todos nos sonaba a jugador de fútbol. Aquel chico, con aspecto de apache, nos condenaba a perder el segundo punto. Fue la primera vez que España fue testigo de la épica Nadal. Ganó al número uno del mundo en cuatro sets. En la rueda de prensa posterior al partido, Andy Roddick comentó que había jugado el mejor partido de su vida en tierra batida y lo había perdido. Fue el piropo más elegante que ha recibido Rafa.

Hoy le vemos levantar la copa de los mosqueteros por duodécima vez y aún nos brillan los ojos. Nadal me ha hecho mejor y me ha enseñado que nunca hay que rendirse, que hay que disputar el presente como si fuera el principio del partido. Que nadie tiene el partido ganado sin jugarlo y que, aunque el cielo esté nublado, siempre se puede levantar una bola de set. Bravo Nadal. ¡Douze veces bravo!