Decía Borges que la imagen que mejor ilustra el concepto de infinitud nos la da un amuleto griego del siglo III que se conserva en el Museo Británico: la serpiente que se muerde la cola.

El monstruo así descrito se llama uroboros o uróboros, «el que se devora la cola». Representa el eterno retorno, el ciclo de las cosas que se mantienen para siempre, mutando su forma por medio de un proceso de destrucción y nueva creación.

Las ciudades también constituyen ejemplos apropiados de este misma idea, reconstruyéndose sobre el mismo solar a partir de las preexistencias, alternando sabiamente sus juegos de sincronía y diacronía, «engendrando perpetuamente su propio pasado» en palabras de Juan Goytisolo.

En realidad, es un comportamiento también observado en especies animales. Se dice que si se pone el extremo del abdomen de una libélula al alcance de sus propias mandíbulas, comenzará a comerse a sí misma hasta la muerte. También consta que ocurre lo mismo con algunas culebras, y el desenlace suele ser fatal para el ejemplar.

¿Y las ciudades? Hay algunas que sacrifican sus mejores valores para seguir engordando sin medida: devoran su patrimonio, sus espacios de convivencia, sus árboles y su paisaje, algunas hasta su dignidad e incluso sus propios habitantes.

¿Cuál es la frontera entre la autofagia y el autocanibalismo? ¿Dónde acaba la regeneración y aparece la enfermedad? Urge definir ese límite antes de que el equilibrio se rompa, antes de que las constantes vitales del espécimen desciendan por debajo de lo recuperable.