En Huelin, junto a un portal de un bloque de viviendas, dos hombres trajeados conversan.

—Esto es lo más sencillo del mundo.

—¿Tú crees?

—Claro, hombre. ¿A ti te gusta cazar?

—Nunca lo he hecho, pero no.

—Ay, Bernabé, qué tierno eres. Y si nunca has cazado, ¿cómo sabes que no te gusta?

Bernabé sonríe. Tiene la costumbre de hacerlo cuando quiere evitar una discusión que no va a llevarle a ningún lado. De todas formas, le interesa el razonamiento del compañero. Le hace falta el trabajo y, aunque imagina cómo proceder, nunca está de más que un veterano le cuente.

—A ver, Bernabé, en el mundo tienes que elegir si eres cazador o presa, y nosotros tenemos que ser del primer grupo. Es lo que hay. Y la gente que vamos a visitar tiene pasta. Ahorrada, guardada, olvidada en la cuenta de un banco. ¿Me sigues?

—Sí.

—Bien. Pues se trata de convencerles de que muevan ese dinero, para que la gente que hace los colchones, quienes los transportan y tú y yo podamos comer.

—Y los colchones son buenos, claro.

—¡Hombre, lo mejor del mercado!

—Por eso son tan caros.

El compañero lo mira con extrañeza. Mira el móvil y dice:

—Anda, estrénate. Te va a ir bien. Tienes cara de buena persona.

Bernabé obedece y entra en el portal. Llama a varias puertas, siente a las personas al otro lado, pero ninguna le abre. Se esfuerza en visualizarse como un cazador paciente que va probando en madrigueras, inaccesibles. Alguna se abrirá y entonces él podrá entrar.

—Buenas tardes, señora.

—¿Qué desea?

—Ofrecerle un buen descanso, que seguro que usted se lo merece.

—¡Pero si no hago otra cosa que descansar! Imagínese, viuda desde hace diez años, pensionista, los hijos en otra ciudad. Voy del sofá a la cama y de la cama al sofá.

Bernabé repasa las instrucciones que le han dado en las charlas comerciales. En teoría, ahora tendría que hablarle de las ventajas del colchón, de sus materiales de última generación, de que lo barato sale caro y lo caro barato, de la promoción exclusiva que le puede ofrecer; hablar y no dejarla hablar, aturdirla, que se quede anonadada, sin capacidad de respuesta, y que firme: doscientos euros para él, mil quinientos para la empresa, una cuota de treinta euros al mes para la señora, una vez que abone la entrada de casi ochocientos euros, claro, pero ese detalle lo mejor es no nombrarlo, está en el contrato, en la letra pequeña, que ella luego la lea con tranquilidad.

—Hacer de comer para una sola es de lo más aburrido, con un gazpachuelo y un potaje me apaño y paso la semana.

Debería hacerlo, sí, pero desde el umbral ve los muebles desvencijados, la televisión vomitando anuncios, una silla con dos cojines atados, al respaldo y al asiento, vencidos ya por el desgaste de los años. Tendría que hacerlo, y contempla a la mujer: unas gafas enormes y descuadradas, la dentadura postiza y amarillenta, la mirada ansiosa por oír palabras. Y Bernabé piensa que él es como ella y ella como él, o más bien que ella fue como él hace unos cuantos años y él será como ella dentro de no demasiados.

—Señora, ¿el potaje es de lentejas?

—Como tiene que ser, hijo. Las hago sin chorizo, que se me repite. Eso sí, les echo col, judías verdes, patata y calabaza.

—¡Tiene que estar riquísimo!

—Si lo quieres probar, te preparo un táper en un periquete. Tengo de sobra.

—¡Vaya, pues muchas gracias! Hoy es que tengo prisa, otro día me paso a por él, prometido.

—Vale, pues pásate el martes que viene, que es cuando las hago.

Bernabé se da cuenta, entiende ahora el rollo ese del compañero de la caza y de la presa, lo fácil que sería que la señora firmara y encima llevarse comida y luego contarlo como una hazaña en la oficina, pero ya sabe que él no es así y que por muchas apreturas que tenga no puede serlo, y se visualiza de nuevo en la cocina del restaurante pelando papas, fregando platos y ollas por un salario miserable y piensa que en un mundo como este no es tan mal sitio, que los hay peores, como esa oficina con aire acondicionado con hombres y mujeres con quienes no tiene nada que ver.

—A ver, hijo, ¿qué me querías vender?

—Una mierda de colchón, señora. ¿Y sabe? Prefiero sus lentejas.