En el verano de 1957 el autor de estas modestas líneas tuvo la buena fortuna de trabajar como aprendiz en uno de los hoteles más bellos del Mediterráneo. No lo busquen para visitarlo en una prestigiosa guía de grandes hoteles. Desde hace más de cuatro décadas, el legendario Hotel Santa Clara de Torremolinos, el Castillo del Inglés, no existe. Fue barrido de la faz de la tierra. Un año antes tuve la oportunidad de poder iniciarme en los oficios definitorios del turismo. Gracias a unas prácticas que generosamente me ofrecieron. Para cubrir la sustitución por vacaciones de un funcionario con conocimientos del idioma inglés en la oficina del antiguo Ministerio de Información y Turismo en la malagueñísima calle Larios. Nada más y nada menos. Allí se atendían a los turistas que recalaban en el centro de Málaga. Al lado de una de las más civilizadas y aromáticas instituciones malacitanas de todos los tiempos: la famosa Casa Mira.

Mis obligaciones de entonces como un casi adolescente informador turístico eran muy modestas. Consistían en intentar acercar Málaga, la Costa del Sol y sus poliédricas realidades a aquellos visitantes llegados desde los cuatro puntos cardinales. A veces en varios idiomas. Sin duda, esa fue la mejor parte de aquel trabajo. Confieso que aquella experiencia cambió mi vida. En gran parte gracias a los personajes que allí trabajaban. Entre ellos, doña María Rein o don Fernando, el jefe de la oficina. Lo que aprendí de ellos y gracias a ellos me ha ayudado hasta el día de hoy. «Cuando existe una profunda necesidad de ilusión, es necesario verter en la ignorancia una gran cantidad de inteligencia». Así lo dejó dicho un admirable escritor norteamericano, Saul Bellow. Fue Premio Nobel de Literatura. Philip Roth decía que Bellow y William Faulkner vertebraron la literatura nortemericana del siglo XX.

No hace mucho tiempo he leído un libro fascinante dedicado a la reciente historia de Europa: Posguerra, del maestro de tantos historiadores, el profesor Tony Judt. También eminente docente en grandes universidades de ambos lados del Atlántico. Navegando por Posguerra me encontré con una nota del autor en el pie de la página 343 de la edición original ('Postwar - A history of Europe Since 1945'). Es solo un pequeño párrafo. Que no deja de ser un potente chispazo, emocionante para los que hemos dedicado nuestras vidas a un mundo apasionante; en el que España siempre ha destacado. El del turismo internacional. Con sus bagajes de luces, tantas veces espléndidas, y de sombras, oscuras también, como lo fueron las campanas de John Donne. Por su interés, traduzco esa nota:

«Entre 1959 y 1973 el número de visitantes que fueron a España pasó de 3 millones a 34 millones. Ya en 1966 las cifras anuales de turistas que viajaron a España - 17.3 millones - superaron con creces las totales de Francia o Italia. En partes del litoral del noreste y del Mediterráneo de España, la transición de una economía pre-industrial al mundo de las tarjetas de crédito fue conseguida en la mitad de la duración de una generación. El impacto estético y psicológico no siempre fue positivo».

Lo corroboraron en 1971 estas palabras de otro maestro: Max Aub. En La gallina ciega, el dietario que recoge su regreso a España después del exilio. «Por todas partes, circundando todas las playas, envolviendo todos los pueblos, hoteles, bloques de pisos para alquilar o vender; sobre todo vender porque aquí no solo venden la tierra sino el aire, la vista, el mar».