Verdad o reto. No tiene el teatro otra manera de enfrentar lo humano a su propio desnudo. De pensamiento y de cuerpo el miedo, la pasión, el deseo, la ambición, el dolor, la identidad. Doble o nada, el alma de cada concepto y su gama de emociones, al borde del abismo que sólo se puede cruzar como horizonte o como frontera. No hay más opciones. No sería entonces el teatro ese centro del mundo escénico en el que un hombre o una mujer meditan su destino en voz alta y en tiempo presente. Tampoco el hechizo que produce en quiénes, frente a la embocadura de la trama, se sienten, se adueñan, se huyen o se confidencian con las palabras y las acciones. Las de los buenos textos y los buenos actores que transmiten que el teatro no se trata de un juego. Que es también la vida y sus entrañas lo que sucede. Es el caso de Inestables, la obra escrita y dirigida por Calos Zamarriego en el Echegaray de Málaga, donde la ejecutiva Noelia Carvajal acude un fin de semana a una casa en la que un alto ejecutivo de la misma empresa evaluará si está preparada para ingresar en el staff del millón al mes. El sueño por el que la voz orwelliana de un Mephisto de la Compañía le exigirá que asesine al hombre que va a examinarla. Dos destinos tensionados dialécticamente en un thriller psicológico que su director gestiona con una estupenda dramaturgia narrativa del suspense, armada de claroscuros en torno a la supervivencia; a los riesgos que conlleva el poder; al vacío existencial; a los rostros con los que la violencia manifiesta su dominación de gestos y de lenguaje con respecto a la mujer; a la penumbra desconocida cuyos límites morales ilumina la codicia con la que recomponer con dinero lo que nos falta en la vida, como dice el personaje de Gustavo Demir. Un hombre y una mujer con una pistola entre el remordimiento, el temor, el deseo y la avidez.

«El poder conlleva responsabilidad y riesgos». «La moral es un lastre para los negocios». «Lo importante no es lo que mereces sino lo que consigues». Está lleno Inestables de latigazos de certezas, de preguntas contra el silencio interior, e insiste en lo que nuestra sociedad ejecuta a diario sin un rictus amargo en los labios. Su veracidad la sustenta un texto que cree en la palabra como foco y conflicto, actual y consabido pero nunca de más hurgado otra vez y cuyas grietas en la ética de nuestra naturaleza la mantienen en guardia el excelente trabajo de dos actores: Marina Sánchez Vílchez, convincente víctima y metamorfosis, y Juan Antonio Hidalgo, el ejecutivo que conviene eliminar porque el Gran Hermano de la empresa -fantástica la voz como personaje la de ese gran maestro entre los secundarios que ennoblecen nuestro teatro, Manuel de Blas- decidió que se ha vuelto inestable. Un rol que el actor desempeña con habilidad de registros, fluyendo fácil en lo expresivo y en su dominio del lenguaje poderoso de los detalles. Ambos consiguen una química que transfiere seducción a su duelo entre la fragilidad, lo canalla, los peajes que se arrastran. Sánchez va ganando durante la obra e Hidalgo demuestra ser un actor que sabe construirse con el texto, que a la disciplina se la enriquece con matices más allá y que morirse requiere talento en el fogonazo del óbito. Un instante por el que más de uno ha arruinado su trabajo. La interpretación de ambos hace intuir que con cada representación que les queda, hasta llegar posiblemente al Luchana de Madrid, irán puliendo esa poética del límite que hace grandes a los actores.

Verdad o reto fue también una de las mañanas de Juan Antonio Hidalgo frente a un espejo. Esos días a solas en los que la derrota te da a escoger entre dejar que la herida te siga mordisqueando por dentro o emprender lo que siempre se ha soñado. Ser actor por amor a un oficio por el que pedía ayudarme a cubrir todo lo escénico de un programa cultural que yo dirigía en una radio para cuyo director ambos fuimos inestables. Allí nos dispararon a cambio de mucho menos que un millón al mes. Primero a uno, luego al otro. Días aquellos en los que Hidalgo disfrutaba con una nueva versión de El fantasma de la ópera y a su compañera María le prometía la sábana blanca de un futuro en el que le presentaría a un estupendo actor de teatro. También yo intuía en él a ese intérprete capaz y polisémico, de voz teatral que actuaba de forma natural al contar en la radio la manera de salvar a un camaleón de no ser atropellado en aquel verano en el que las carreteras de Málaga batieron el récord de su exterminio accidental. Pero su mejor recompensa era que lo invitase a conversar a dos sobre las películas del Festival de Málaga y del Fantástico, las obras del Festival de Teatro, acerca de Espert y Marsillach en aquellos jueves de Onda Cultura.

No sé si imaginó entonces que el acoso laboral que viviría lo empujarían al reto de afrontar la verdad que la supervivencia económica le aplazaba. Esa vocación a la que no siempre se libera por falta de coraje o de oportunidad y que a él, nueve años después, lo define como director escénico por la Escuela de Arte Dramático y un apreciado actor al que no le falta trabajo y bien merece un azar que promueva su salto nacional. El maestro de esgrima; Prometheus; La bella Helena de Troya; Radiografía de puta y poeta entre otras piezas han demostrado su perfil camaleónico entre la comedia y el drama, y su oído musical para los textos le ha hecho ganar la admiración de Juan Hurtado, gran director rebelde y culto. En cinco ocasiones han trabajado juntos y también él apuesta por el talento del actor que recientemente ha debutado en cine con la película intimista Al óleo con Pablo Lavado y Chico García -otro actor con capacidad de mayor progresión- ópera prima 2019 del Festival de Cine de Málaga, y esperemos que pronto en las series televisivas. En esa trayectoria de aprender a ser otros, desde dentro de sí mismo y un texto ajeno, le gustaría ser dirigido por Blanca Portillo y Pérez Mencheta, mantener un frente a frente con Roberto Álamo, interpretar a esa piedra de toque que es el Willie Loman de Arthur Miller y medirse en el verso potente de un clásico. Mientras llegan esos lujosos zapatos de estreno, se mantiene laborioso y sencillo, aspirando al respeto de su gremio por encima de la fama, y a continuar sintiéndose un actor de teatro que se reinventa en cada reto.

He escrito sobre muchas representaciones nacionales y del disfrute de leer teatro ahora que se vive un buen momento editorial con Esperpento, Antígona y otros sellos. Acerca de célebres intérpretes y directores como Juan Mayorga, Pau Miró o Carme Portaceli, pero también es importante hacerlo respecto a ese buen proyecto que es la Factoría Echegaray de Málaga, a la que sólo le falta superar ese talón de Aquiles que es la distribución. En lo esencial, la cantera de talento, va sobrada. Desde Antonio Banderas, inmerso en su Teatro del Soho, y Kity Manver, no cesan de madurar brillantes intérpretes como Antonio de la Torre, Adelfa Calvo y Joaquín Núñez, premios Goya; Antonio Meliveo, con más de 80 espectáculos escénicos y la banda sonora de 37 largometrajes, dos veces nominado a los Goya; Mercedes León, Juanma Lara, Antonio Salazar, Eduardo Velasco, Ángel Calvente, Fran Perea, Virginia Nölting, Natalia Roig, Miguel Guardiola, Asun Ayllón, Rocío Rubio, Ángel Baena, Diego Guzmán y tantos más, sin olvidar a Antonio Navajas con la sala Cánovas ni a Miguel Gallego con su Teatro Estable. Laboratorios en las décadas de los ochenta y los noventa, lo mismo que lo ha sido hasta hace poco el Microteatro de Gonzalo Campos, en los que se han curtido tantas vocaciones.

Gentes inestables que siempre apostaron por un oficio que los mantiene vivos en su pasión, luchadores frente a todo lo precario de la cultura. A muchos les tengo afecto, de Hidalgo me siento orgulloso y a todos les seguiré agradeciendo que con su teatro me lleven de introspecciones, me crucen de frontera, me ericen la piel de las palabras y me mantengan despierta la conciencia que soy fuera del espejo.