Sí, «recordad el Maine», habría que decir en relación con el ataque con torpedos contra dos petroleros, uno noruego y otro japonés, en el golfo de Omán, que, aunque no produjo víctimas, obligó a la evacuación de ambos buques.

«Recordad el Maine, ¡al infierno con España!», fue la el grito de guerra con el que la prensa neoyorquina buscó en 1898 el apoyo entusiasta de los estadounidenses al conflicto militar con nuestro país a propósito de Cuba.

Dos diarios neoyorquinos, el New York Journal, de William Randolph Hearst, y el New York World, de Joseph Pulitzer - el que da su nombre al más famoso premio de periodismo - competían en sensacionalismo y vieron en la explosión del acorazado Maine en el puerto de la Habana un buen pretexto para aumentar sus tiradas.

Ambos culparon inmediatamente a España de la explosión, en la que murieron 258 marinos norteamericanos, y, sin esperar a que se investigara si pudo tratarse en cambio de un accidente fortuito, como sospechaban algunos, se dedicaron a alimentar la histeria del público estadounidense contra un imperio ya en sus últimas.

Significativamente, sólo un par de semanas antes, Hearst, que inspiraría a Orson Welles su famosa película Ciudadano Kane, había despachado a la isla a uno de sus ilustradores, Frederic Remingon, para que plasmase en imágenes la revuelta de los cubanos contra la potencia colonial.

A los pocos días de llegar, Remington envió al editor un telegrama en el que se quejaba de aburrimiento porque todo parecía tranquilo en la isla y pedía que le autorizase a volver a EEUU, a lo que Hearst respondió con otro mensaje, que se ha hecho famoso: «Por favor, quédate. Tú pon las imágenes, que yo pondré la guerra».

No sería ni mucho menos la última vez en la que el Gobierno de Estados Unidos aprovechase cualquier incidente, real o inventado, para declarar la guerra a un país o deshacerse de un gobernante indeseado, ya se llamase éste Árbenz, Noriega, Mosadeqq o Sadam Husein.

Como entonces con el Maine, ahora el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, no ha esperado tampoco a que se investigue lo ocurrido antes de acusar directamente a Irán de los ataques contra los dos petroleros poco después de que éstos cruzaran el estrecho de Ormuz desde el Golfo Pérsico.

Pompeo, que fue antes director de la CIA, dijo que la conclusión a la que había llegado el Gobierno de Washington se basaba en datos recogidos por los servicios de inteligencia, el tipo de armas utilizadas, el nivel de experiencia necesaria para ejecutar una operación de ese tipo y el hecho de que ningún grupo que opera en la zona tuviese «tan alto grado de complejidad».

¿No fueron también en su día los servicios de inteligencia estadounidenses los que determinaron sin ningún género de dudas que el dictador iraquí, Sadam Husein, tenía armas de destrucción masiva, falsa acusación que engañó a la comunidad internacional y sirvió para declarar una guerra ilegal contra el país árabe?

Resulta en cualquier caso sospechoso este incidente, que se produce sólo semanas después de que otros cuatro petroleros fueran objeto de sabotaje mientras permanecían anclados frente a las costas de uno de los Emiratos Árabes Unidos, de lo que, también sin ofrecer pruebas concluyentes, Washington culpó a Teherán.

Conviene no olvidar que otro de los halcones de Washington, el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, lleva tiempo hablando de la necesidad de atacar a Irán - en 2009 en un discurso en la Universidad de Chicago sugirió que Israel podría ser quien lo hiciera- para acabar con el régimen de los ayatolas. Y sabemos que tanto el Estado judío como Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, principales aliados de Washington, consideran a Irán como su mayor enemigo y han animado a EEUU a seguir asfixiando económicamente a ese país, al que acusan de extender su influencia en una especie de media luna chita, que llegaría hasta Siria y Líbano, pasando por el Irak post-Husein. Y en esa estrategia, cualquier pretexto, como en su día el Maine, puede ser bueno.